Desde
mi tierna infancia, mi padre me advirtió que a lo largo de la vida me
encontraría muchos tipos de personas, él me destacaba que había, entre todas
ellas, dos que surgían como consecuencia de enfrentarnos con la realidad
cotidiana, la de cada día.
Si
entendemos por realidad, me decía, todo aquello que sucede a nuestro alrededor.
Ese conjunto de cosas, pequeñas y grandes, que nos rodean y conforman nuestra
vida y mediatizan nuestras relaciones con los demás y el entorno. Toda esa realidad
puede que en determinados momentos no sea del todo de nuestro agrado, es en ese
momento cuando nacen esos dos tipos de personas de los que me hablaba. Habrá
muchos más, me decía, tantos como individuos, pero en líneas generales los
podemos agrupar en dos grandes grupos. Él los llamaba: los soñadores y los
ilusionistas.
Los primeros
reconocen que la realidad que les rodea no les gusta y luchan por cambiarla,
para ello sueñan otra y se esfuerzan de forma sincera y emplean todas sus
fuerzas para cambiar eso que no resulta de su agrado o conveniente para la
mayoría, ellos mismos incluidos.
Por otro lado están los ilusionistas, que
reconociendo que la realidad que les rodea no es del todo buena, hacen todo lo
posible por disimularla pero sin cambiarla. Se esfuerzan por hacer creer a la
mayoría, en la que no se incluyen, que están haciendo todo lo posible por
cambiar el orden de las cosas y de los acontecimientos. Saben que únicamente
están realizando un ejercicio de prestidigitación, hacen creer a los demás que
todo está cambiando o que todo va a cambiar pero todo sigue y seguirá igual.
Siempre me dijo que todos en la vida tenemos el
momento en el que debemos elegir uno u otro grupo. Ser de los primeros
requería, según él, grandes dosis de ánimo, una enorme fortaleza pues se
trataba de un esfuerzo sin fin, sería una tarea que muy probablemente duraría
toda mi existencia pero que la satisfacción que sentiría por cualquier cambio o
mejora, por pequeño que fuera, me produciría una satisfacción indescriptible.
Ser de los
segundos era cuestión, según él, de fingir posturas, sentimientos. Aprender a
engañar, a hacer todo lo contrario de lo que se decía haber hecho. No ir de
frente con los demás para dar el perfil adecuado. Dirigir a la masa por los
caminos que más les convienen sin que la masa adivine siquiera que son los más
perjudiciales para ella. Si se llega a dominar esa habilidad los beneficios
materiales serían notabilísimos y llegaría a poseer todo lo que de material
ansiara.
Los primeros,
los soñadores, jamás llegan a ejercer el poder; los segundos, los ilusionistas
jamás le abandonan. El resto, la masa, se limita a seguir unos u otros caminos
que les son señalados. Pero al final queda, según él, esa terca realidad que
nos demuestra cuál de los caminos que nos han sido propuestos era más acertado.
Ahí es donde podré diferenciar sin ningún género de dudas a los soñadores de
los ilusionistas.
Nunca,
aseveraba, debes permanecer formando parte de la masa informe, dejándote llevar
por los que tratan de dirigirla. Aunque te equivoques, me insistía, debes tomar
siempre que puedas tus propias decisiones.
Viene esto a
colación por los años que nos han tocado en suerte vivir. Asisto a diario, con
cierta perplejidad, a lo que nos dicen de muy variadas formas. Escucho con
atención sus mensajes, trato incluso de leer entre líneas, cosa también
recomendable que aprendí con los años, pero no consigo ver una sola
coincidencia entre lo que me dicen y lo que veo. Vivo entre gente, comparto sus
problemas, me fijo con atención en el día a día, el suyo y el de todos, pero no
veo coincidencias entre lo que escucho y lo que sucede. Esa terca realidad, de
la que hablaba mi padre, demuestra bien a las claras que los caminos por los
que transitamos no nos acercan a una realidad mejor. La masa asiste sumisa y
dócil a las indicaciones de los que dirigen la marcha. Pero veo con claridad
meridiana en sus comportamientos más detalles de ilusionistas que de soñadores
y eso me hace desconfiar. Me duelen los que van quedando en el camino, como consecuencia
de nuestro caminar por estas veredas tan poco humanas con las personas. Me
rebelo en la medida de mis posibilidades y sueño con una realidad mejor. Trato
de soñar para intentar hacer algo diferente a lo que hasta ahora hemos hecho.
Caminamos perdidos, vamos hacia un incierto porvenir.
Por eso, casi
a diario intento señalar, a quien quiera escucharme, que se fije en esa terca
realidad, que compare lo que escucha con lo que vive y siente. Que la ruta que
llevamos, caminos de dolor, no nos lleva a ese mañana mejor. No sirven siquiera
los plazos, pues para muchos será demasiado tarde o tal vez sea demasiado
tiempo de espera. Pero si los ilusionistas tienen éxito es debido entre otras
cosas a la credulidad de la masa. Es por lo que tienen tanta importancia los
cambios de rumbo por pequeños que sean.
El tiempo ha
pasado, ya no soy un tierno infante y siempre he tenido el firme convencimiento
de que mi padre había elegido el camino de los soñadores cosa que ahora puedo
comprobar. En cuanto a mí, cuando veo lo que a diario me ofrece esta terca
realidad, distingo mejor a los ilusionistas y trato de apartarles de mi vida,
procuro seguir el camino que muestran los soñadores, pues nada que no se haya
soñado puede realizarse, aunque me suponga renunciar a ciertas materialidades.
La satisfacción que siento cuando compruebo que algo ha cambiado, tengo que dar
la razón a mi padre, resulta indescriptible.
Fabio
López