Resulta que en la década prodigiosa del pelotazo, cuando media España se lo llevaba calentito a su casa; cuando un encofrador sin estudios se embolsaba tres mil euros al mes; cuando hasta el último garrulo montaba una constructora y en connivencia con un par de concejales se forraba sin pudor alguno, sin ocultarse de nada ni de nadie; cuando un gañán que no sabía levantar tres ladrillos a derechas se paseaba alardeando de sus altos ingresos en vehículos de alta gama; los funcionarios aguantábamos y penábamos. Nadie se acordaba de nosotros. Éramos los que hacían números para cuadrar su hipoteca, hacer la compra en el Carrefour o en el Día y llegar a fin de mes, porque un nutrido grupo de compatriotas se estaba haciendo de oro inflando el globo de la economía hasta llegar a lo que ahora hemos llegado. Bien es cierto que aún había conciudadanos que estaban peor, pero esos no salen ni en las estadísticas.
Y ahora que el asunto explota y se viene abajo, la culpa del desmadre… es de los funcionarios. Los alcaldes, concejales, diputados y senadores que gobiernan la cosa pública a cambio de una buena morterada no son responsables de nada y nos apuntan directamente a nosotros: somos demasiados, hay que ultracongelarnos, somos poco productivos. Los responsables bancarios que prestaron dinero a quienes sabían que no podrían devolverlo tampoco se dan por aludidos. Todos los intermediarios inmobiliarios, especuladores, amigos del alcalde y compañeros de partida de casino de diputado provincial no tenían noticia del asunto. Nosotros sí. ¿Ellos? No. ¿Nosotros? Sí. Siendo así que, ¿ellos? No. Por tanto, ¿nosotros? Sí.
La culpa, según estos preclaros adalides de la estupidez, es del juez, abogado del estado, inspector de hacienda, administrador civil del estado que, en lugar de dedicarse a la especulación inmobiliaria a toca teja, ha estado cinco o seis años recluido en su habitación, pálido como un vampiro, con menos vida social que una rata de laboratorio y tanto sexo como un chotacabras, para preparar unas oposiciones monstruosas y de resultado siempre incierto, precedidas, como no podía ser de otra forma, de otros cinco arduos años de carrera. Del profesor que ha sorteado destinos en pueblos, que no aparecen en el mapa, para meter en vereda a benjamines que hacen lo que les sale de los genitales porque sus progenitores han abdicado de sus responsabilidades. Del auxiliar administrativo del Estado natural de Écija y destinado en Madrid que con un sueldo de 1000 euros paga un alquiler mensual de 700 y soporta estoicamente que un taxista que gana 3000 le diga ¡joder, que suerte, funcionario!.
La culpa es nuestra. A poco que nos descuidemos nosotros los funcionarios seremos el chivo expiatorio de toda esta caterva de inútiles, vividores, mangantes, políticos semianalfabetos, altos cargos de nombramiento a dedo, truhanes, pícaros, periodistas ganapanes y economistas de a verlas venir que sabían perfectamente que el asunto tarde o temprano tenía que estallar, pero que aprovecharon a fondo el momento al grito: ¡mientras dure, dura!; y que ahora, con esa autoridad que da tener un rostro a prueba de bomba, se pasan al otro lado del río y no sólo tienen recetas para arreglar lo que ellos mismo ayudaron a estropear, sino que, además, han llegado a la conclusión de que los culpables son... los funcionarios. Mientras se olvidan, una vez más de los que siguen sin salir en las estadísticas, ni recuerdan los que engrosan la estadística oficial de desempleados, vergüenza y sonrojo de cualquier sociedad desarrollada, cada vez con menos coberturas sociales.
Soy funcionario. Y además bastante recalcitrante: tengo cinco títulos distintos. Ganados compitiendo en buena lid contra miles de candidatos. ¿Y saben qué? No me avergüenzo de nada. No debo nada a nadie (sólo a mi familia, maestros y profesores). No tengo que pedir perdón. No me tocó la lotería. No gané el premio gordo en una tómbola. No me expropiaron una finca. No me nombraron alto cargo, director provincial ni vocal asesor por agitar un carnet político que nunca he tenido.
Aprobé frente a tribunales formados por ceñudos señores a los que no conocía de nada. En buena lid: sin concejal proclive, pariente político, mano protectora ni favor de amigo. Después de muchas noches de desvelos, angustias y desvaríos y con la sola e inestimable compañía de mis santos cojones ( tengo compañeras que lo hicierop con sus igualmente santos ovarios). Como tantos y tantos compañeros anónimos repartidos por toda España a los que ahora, algunos mendaces quieren convertir, por arte de birli-lirloque, en culpables de la crisis.
Amigos funcionarios, estamos dirigidos, y en algunos casos rodeados, de gente muy tonta y muy hija de puta.
PD. Si alguien, en cualquier contexto, os reprocha -como es frecuente- vuestra condición de funcionario os propongo el refinado argumento que yo utilizo en estos casos, en memoria del gran Fernando Fernán-Gómez: váyase Usted a la mierda, hombre, a la puta mierda.
Y ahora que el asunto explota y se viene abajo, la culpa del desmadre… es de los funcionarios. Los alcaldes, concejales, diputados y senadores que gobiernan la cosa pública a cambio de una buena morterada no son responsables de nada y nos apuntan directamente a nosotros: somos demasiados, hay que ultracongelarnos, somos poco productivos. Los responsables bancarios que prestaron dinero a quienes sabían que no podrían devolverlo tampoco se dan por aludidos. Todos los intermediarios inmobiliarios, especuladores, amigos del alcalde y compañeros de partida de casino de diputado provincial no tenían noticia del asunto. Nosotros sí. ¿Ellos? No. ¿Nosotros? Sí. Siendo así que, ¿ellos? No. Por tanto, ¿nosotros? Sí.
La culpa, según estos preclaros adalides de la estupidez, es del juez, abogado del estado, inspector de hacienda, administrador civil del estado que, en lugar de dedicarse a la especulación inmobiliaria a toca teja, ha estado cinco o seis años recluido en su habitación, pálido como un vampiro, con menos vida social que una rata de laboratorio y tanto sexo como un chotacabras, para preparar unas oposiciones monstruosas y de resultado siempre incierto, precedidas, como no podía ser de otra forma, de otros cinco arduos años de carrera. Del profesor que ha sorteado destinos en pueblos, que no aparecen en el mapa, para meter en vereda a benjamines que hacen lo que les sale de los genitales porque sus progenitores han abdicado de sus responsabilidades. Del auxiliar administrativo del Estado natural de Écija y destinado en Madrid que con un sueldo de 1000 euros paga un alquiler mensual de 700 y soporta estoicamente que un taxista que gana 3000 le diga ¡joder, que suerte, funcionario!.
La culpa es nuestra. A poco que nos descuidemos nosotros los funcionarios seremos el chivo expiatorio de toda esta caterva de inútiles, vividores, mangantes, políticos semianalfabetos, altos cargos de nombramiento a dedo, truhanes, pícaros, periodistas ganapanes y economistas de a verlas venir que sabían perfectamente que el asunto tarde o temprano tenía que estallar, pero que aprovecharon a fondo el momento al grito: ¡mientras dure, dura!; y que ahora, con esa autoridad que da tener un rostro a prueba de bomba, se pasan al otro lado del río y no sólo tienen recetas para arreglar lo que ellos mismo ayudaron a estropear, sino que, además, han llegado a la conclusión de que los culpables son... los funcionarios. Mientras se olvidan, una vez más de los que siguen sin salir en las estadísticas, ni recuerdan los que engrosan la estadística oficial de desempleados, vergüenza y sonrojo de cualquier sociedad desarrollada, cada vez con menos coberturas sociales.
Soy funcionario. Y además bastante recalcitrante: tengo cinco títulos distintos. Ganados compitiendo en buena lid contra miles de candidatos. ¿Y saben qué? No me avergüenzo de nada. No debo nada a nadie (sólo a mi familia, maestros y profesores). No tengo que pedir perdón. No me tocó la lotería. No gané el premio gordo en una tómbola. No me expropiaron una finca. No me nombraron alto cargo, director provincial ni vocal asesor por agitar un carnet político que nunca he tenido.
Aprobé frente a tribunales formados por ceñudos señores a los que no conocía de nada. En buena lid: sin concejal proclive, pariente político, mano protectora ni favor de amigo. Después de muchas noches de desvelos, angustias y desvaríos y con la sola e inestimable compañía de mis santos cojones ( tengo compañeras que lo hicierop con sus igualmente santos ovarios). Como tantos y tantos compañeros anónimos repartidos por toda España a los que ahora, algunos mendaces quieren convertir, por arte de birli-lirloque, en culpables de la crisis.
Amigos funcionarios, estamos dirigidos, y en algunos casos rodeados, de gente muy tonta y muy hija de puta.
PD. Si alguien, en cualquier contexto, os reprocha -como es frecuente- vuestra condición de funcionario os propongo el refinado argumento que yo utilizo en estos casos, en memoria del gran Fernando Fernán-Gómez: váyase Usted a la mierda, hombre, a la puta mierda.
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