Muchas veces cuando ya habíamos jugado a todo, jugábamos al final a los pobres que era lo más difícil, porque a lo mejor nos entraba de repente la compasión.
Nos poníamos unas ropas viejas y cogíamos un saco para echárnosle a los hombros y salíamos a pedir. Hacíamos como que llegábamos a la puerta de una casa, y decíamos:
–¡Una limosna por amor de Dios!
Y entonces a veces nos decían:
–¡Dios le ampare, hermano! –y no nos daban nada.
Pero en otras casas nos daban un botón o unas recortaduras de patatas, o unas ortigas, que eran como si fueran berzas, y las mondajas como si fueran recortaduras de tocino. Y entonces decíamos:
–Dios se lo pague.
Y, cuando ya teníamos unos cuantos botones y muchas ortigas o mondas de patatas, íbamos a la posada y preguntábamos si podíamos acostarnos allí. Y decía la posadera:
–Vale dos duros.
Y la dábamos dos botones. Y luego preguntábamos:
–¿Y podría usted guisarnos estas viandas que traemos?
Pero la posadera decía:
–Ésas son porquerías para los cerdos.
Y nos las cogía y las tiraba. Así que entonces sacábamos otro botón para pagar la cena, y la posadera nos ponía un plato en una mesa y comíamos al pozo. Y ella decía:
–Antes de comer, se reza.
–Sí, señora –decíamos nosotros.
Y nos poníamos a rezar. Pero cuando ya estábamos rezando, se presentaban los guardias y decían:
–Quedan ustedes detenidos.
–¿Qué hemos hecho? –decía unos de nosotros.
Y respondía un guardia:
–Porque son ustedes pobres, y resultan peligrosos.
Entonces intentábamos escaparnos, pero decía la posadera:
–Eso no vale. Os tenéis que dejar llevar a la cárcel como los pobres de verdad, que es como es el juego.
De manera que los guardias sacaban del bolsillo una cuerda y nos ataban las manos, y así nos llevaban a interrogarnos que es lo más bonito porque contábamos la vida de pobre que teníamos y el hambre que pasábamos, y de dónde éramos, y el frío de los inviernos sin un techo donde guarecernos y sin tener a nadie en este mundo que nos amparase. Pero a veces, ya digo, nos entraba a lo mejor entonces, la compasión, y los mismos guardias decían:
–¡Bueno, bueno! ¡Que no se vuelva a repetir, y a ver si dejan ustedes de ser pobres!
Y nosotros contestábamos:
–¡Sí, señor!¡A ver!
Nos poníamos unas ropas viejas y cogíamos un saco para echárnosle a los hombros y salíamos a pedir. Hacíamos como que llegábamos a la puerta de una casa, y decíamos:
–¡Una limosna por amor de Dios!
Y entonces a veces nos decían:
–¡Dios le ampare, hermano! –y no nos daban nada.
Pero en otras casas nos daban un botón o unas recortaduras de patatas, o unas ortigas, que eran como si fueran berzas, y las mondajas como si fueran recortaduras de tocino. Y entonces decíamos:
–Dios se lo pague.
Y, cuando ya teníamos unos cuantos botones y muchas ortigas o mondas de patatas, íbamos a la posada y preguntábamos si podíamos acostarnos allí. Y decía la posadera:
–Vale dos duros.
Y la dábamos dos botones. Y luego preguntábamos:
–¿Y podría usted guisarnos estas viandas que traemos?
Pero la posadera decía:
–Ésas son porquerías para los cerdos.
Y nos las cogía y las tiraba. Así que entonces sacábamos otro botón para pagar la cena, y la posadera nos ponía un plato en una mesa y comíamos al pozo. Y ella decía:
–Antes de comer, se reza.
–Sí, señora –decíamos nosotros.
Y nos poníamos a rezar. Pero cuando ya estábamos rezando, se presentaban los guardias y decían:
–Quedan ustedes detenidos.
–¿Qué hemos hecho? –decía unos de nosotros.
Y respondía un guardia:
–Porque son ustedes pobres, y resultan peligrosos.
Entonces intentábamos escaparnos, pero decía la posadera:
–Eso no vale. Os tenéis que dejar llevar a la cárcel como los pobres de verdad, que es como es el juego.
De manera que los guardias sacaban del bolsillo una cuerda y nos ataban las manos, y así nos llevaban a interrogarnos que es lo más bonito porque contábamos la vida de pobre que teníamos y el hambre que pasábamos, y de dónde éramos, y el frío de los inviernos sin un techo donde guarecernos y sin tener a nadie en este mundo que nos amparase. Pero a veces, ya digo, nos entraba a lo mejor entonces, la compasión, y los mismos guardias decían:
–¡Bueno, bueno! ¡Que no se vuelva a repetir, y a ver si dejan ustedes de ser pobres!
Y nosotros contestábamos:
–¡Sí, señor!¡A ver!
José Jiménez Lozano