Pasada la hora marcada para la cita, apenas unos cinco minutos, comencé a subir por la ladera del alto donde está la iglesia del antiguo arrabal de Gómez y Román. No quería subir por el camino, como tantas veces lo había hecho cuando la romería en el mes de junio celebraba su popular reunión. Esta vez era diferente. La joya del mudéjar me esperaba en lo alto, igual desde hace siglos, dominando desde su torre toda la llanura que la rodea.
Los vehículos estacionados en la parte del arroyo, junto a la carretera, denotaban que algo novedoso estaba sucediendo allí. Cuando coroné la cuesta, después de andar entre pimpollos, pisando el suelo blando y arenoso con su fina capa de mullida hierba y apenas unos pocos matojos, vi ante mí la iglesia de la Lugareja, mientras un nutrido grupo de personas que no llegaba al centenar, no dejaba de entrar y salir de ella. Declarada Monumento Nacional en 1931, es probablemente uno de los monumentos más fotografiados de la provincia de Ávila después de las murallas. Un litigio cuyos términos desconozco ha interrumpido mis visitas anuales a esta bella iglesia, pese a saber que puede visitarse todos los miércoles del año de 13,00 a 15,00 horas.
Al margen de nombramientos, litigios y otras circunstancias, está su figura, allá en lo alto dominando los alrededores. Visible desde casi todo Arévalo y la llanura. Su silueta se recorta con los atardeceres de fondo, quizá la imagen más conocida. Al amanecer y desde el camino del Torrejón su figura es resaltada por el primer sol que alumbra el día, menos vista esta imagen, tal vez, porque se ha de madrugar bastante para que ese momento nos coja bien situados para su contemplación.
Millones de veces fotografiada pero pese a ello, los presentes siguen buscando ese encuadre diferente a lo conocido, ese enfoque casi imposible, intentando fotografiar la campana; por dentro y por fuera, de un lado y de otro, sin dejar de disparar sus cámaras, con un entusiasmo de principiantes. Los comentarios se suceden entre nosotros, mientras circulan unas líneas escritas por el profesor José Luis Gutiérrez Robledo en el año 2008. Es este profesor un enamorado de esta iglesia, poco después me comentan que ha mandado un correo lamentando no poder asistir a la visita, él que se conoce el monumento de memoria, que puede describirla con los ojos cerrados, porque cuando hablas con él de la Lugareja notas que se la ha aprendido de corazón; que la ha aprehendido, que la ha hecho suya.
Yo, desconocedor de términos arquitectónicos o monumentales, siento los recuerdos mientras paseo por sus capillas, me acerco al retablo, contemplo su cúpula, paso la mano por sus ladrillos. Siento la gaitilla sonar, sorprendido me ilusiono pensando en que Mario ha sido capaz de prepararnos una musical sorpresa, pero me doy cuenta que no, que son los recuerdos. Los de una plazoleta llena de gente, la que está entre las casas junto a la iglesia del arrabal de Gómez y Román, gente que baila unas jotas, chiquillos que corren entre la multitud. Mesas repletas de tortillas de patata, el bar portátil del “Churrero”, las mujeres bailando juntas un pasodoble que suena entre jota y jota, sonido de petardos que ha vendido “la España”. Todos los años subíamos acompañando a la virgen. Servicio peculiar el que teníamos que realizar. Parte religioso parte social. Fue don José Tomé el que me hizo coger la costumbre de entrar en la iglesia y ver a la virgen cuando ya reposaba allí hasta el siguiente año. Recorrer el caserío, que yo he conocido prácticamente vacío, imaginando lo que aquello había sido hacía años, con sus gentes laboriosas, las faenas agrícolas y ganaderas incesantes. Encajando lo que personas mayores me habían contado sobre el Lugarejo, la siega y el ir a espigar, la caza, los enormes montones de grano en la era....
Ahora todo vacío y olvidado. Ya no subo cada mes de junio, pero quiero hacerlo con más frecuencia. El próximo miércoles que sea fiesta, si nada ha cambiado, tenemos que venir a verla de nuevo y traernos una tortilla y comer sobre la mullida hierba, a la sombra de los pimpollos, sobre la blanda colina de arena. Volver a contar sus arcos, admirar su torre, volver a calcular la altura de su cúpula y quedarnos con la boca abierta admirando su belleza, tal vez consigamos subir hasta la espadaña y poder ver todo Arévalo y la llanura y que puedan hacer muchas fotos nuevas, nunca vistas, de la Lugareja.
Los vehículos estacionados en la parte del arroyo, junto a la carretera, denotaban que algo novedoso estaba sucediendo allí. Cuando coroné la cuesta, después de andar entre pimpollos, pisando el suelo blando y arenoso con su fina capa de mullida hierba y apenas unos pocos matojos, vi ante mí la iglesia de la Lugareja, mientras un nutrido grupo de personas que no llegaba al centenar, no dejaba de entrar y salir de ella. Declarada Monumento Nacional en 1931, es probablemente uno de los monumentos más fotografiados de la provincia de Ávila después de las murallas. Un litigio cuyos términos desconozco ha interrumpido mis visitas anuales a esta bella iglesia, pese a saber que puede visitarse todos los miércoles del año de 13,00 a 15,00 horas.
Al margen de nombramientos, litigios y otras circunstancias, está su figura, allá en lo alto dominando los alrededores. Visible desde casi todo Arévalo y la llanura. Su silueta se recorta con los atardeceres de fondo, quizá la imagen más conocida. Al amanecer y desde el camino del Torrejón su figura es resaltada por el primer sol que alumbra el día, menos vista esta imagen, tal vez, porque se ha de madrugar bastante para que ese momento nos coja bien situados para su contemplación.
Millones de veces fotografiada pero pese a ello, los presentes siguen buscando ese encuadre diferente a lo conocido, ese enfoque casi imposible, intentando fotografiar la campana; por dentro y por fuera, de un lado y de otro, sin dejar de disparar sus cámaras, con un entusiasmo de principiantes. Los comentarios se suceden entre nosotros, mientras circulan unas líneas escritas por el profesor José Luis Gutiérrez Robledo en el año 2008. Es este profesor un enamorado de esta iglesia, poco después me comentan que ha mandado un correo lamentando no poder asistir a la visita, él que se conoce el monumento de memoria, que puede describirla con los ojos cerrados, porque cuando hablas con él de la Lugareja notas que se la ha aprendido de corazón; que la ha aprehendido, que la ha hecho suya.
Yo, desconocedor de términos arquitectónicos o monumentales, siento los recuerdos mientras paseo por sus capillas, me acerco al retablo, contemplo su cúpula, paso la mano por sus ladrillos. Siento la gaitilla sonar, sorprendido me ilusiono pensando en que Mario ha sido capaz de prepararnos una musical sorpresa, pero me doy cuenta que no, que son los recuerdos. Los de una plazoleta llena de gente, la que está entre las casas junto a la iglesia del arrabal de Gómez y Román, gente que baila unas jotas, chiquillos que corren entre la multitud. Mesas repletas de tortillas de patata, el bar portátil del “Churrero”, las mujeres bailando juntas un pasodoble que suena entre jota y jota, sonido de petardos que ha vendido “la España”. Todos los años subíamos acompañando a la virgen. Servicio peculiar el que teníamos que realizar. Parte religioso parte social. Fue don José Tomé el que me hizo coger la costumbre de entrar en la iglesia y ver a la virgen cuando ya reposaba allí hasta el siguiente año. Recorrer el caserío, que yo he conocido prácticamente vacío, imaginando lo que aquello había sido hacía años, con sus gentes laboriosas, las faenas agrícolas y ganaderas incesantes. Encajando lo que personas mayores me habían contado sobre el Lugarejo, la siega y el ir a espigar, la caza, los enormes montones de grano en la era....
Ahora todo vacío y olvidado. Ya no subo cada mes de junio, pero quiero hacerlo con más frecuencia. El próximo miércoles que sea fiesta, si nada ha cambiado, tenemos que venir a verla de nuevo y traernos una tortilla y comer sobre la mullida hierba, a la sombra de los pimpollos, sobre la blanda colina de arena. Volver a contar sus arcos, admirar su torre, volver a calcular la altura de su cúpula y quedarnos con la boca abierta admirando su belleza, tal vez consigamos subir hasta la espadaña y poder ver todo Arévalo y la llanura y que puedan hacer muchas fotos nuevas, nunca vistas, de la Lugareja.