El perro que tenía Modesto era un animal pequeño y amarillo. Le alimentaba como a sí mismo, pero era un perro de pobre, eso se veía a las claras, porque los hombres han contagiado sus diferencias a las cosas y a los animales que poseen. Y por eso el perro de Modesto tenía psicología y existencia de pobre. Se había acostumbrado a agachar las orejas ante los demás perros como su dueño agachaba las cabeza ante los demás hombres, y si alguna vez se disputaba un hueso con los otros perros, por muy suyo que fuera, los otros se lo arrebataban y el perro de Modesto llevaba a casa unas cuantas dentelladas, sólo eso: la marca de los pobres a su paso por la vida, como su divisa. Y sólo era libre y feliz –suponiendo que a los perros les interese la libertad y la felicidad, que ¿por qué no? – en aquella casita pobrísima, cuando compartía la comida y el sueño, pero también las palabras, con su amo.
Un día llegó al pueblo la orden de que los perros tenían que vacunarse contra la rabia, y Modesto llevó su perro al veterinario. El animal sufrió mucho y extrañó la jeringa y la bata del facultativo como los pobres también cuando ven el quirófano, tan nuevo en el hospital y tanta gente interesándose por ellos, y también volvió a casa con dentelladas de los otros perros poderosos que esperaban, allí, su vez. Luego, se puso triste y se negó a comer durante un año. Sólo un poco de leche con unas sopitas, que Modesto le daba. Y cuando llegó, de nuevo, la orden de vacunar a los perros, Modesto dudaba si llevarle otra vez y exponer así a la muerte todo lo que tenía en la vida: su Canelo.
–¿Y si se muere? ¿Cómo paso yo las noches sin hablar con nadie?
Pero tuvo que vacunarlo, porque, de otro modo, el veterinario ordenaría su muerte. Hacía frío y lo llevó envuelto en una manta. La habló despacio, mientras tiritaba de horror, aunque sin aullar ni quejarse apenas, cuando la aguja le entraba por la pata izquierda y luego, en casa, le frió dos sardinas. Pero el perro murió de todas maneras, a los pocos días. Quizá porque ya era viejo, sólo por eso. Y Modesto lo tiró a un muladar (1) junto a un camino, al anochecer, porque no se atrevió a enterrarlo en su corral, que no resistía ni siquiera el mirarlo muerto y lo puso allí en el muladar, con amor, envuelto en su chaqueta, la pero, pero que estaba limpia y bien remendada, y cada mañana, cuando salía al trabajo pasaba cerca de allí, aunque no se atrevía a acercarse, para no ver la tarea de la muerte en su Canelo o no creyera la gente que iba a rezar allí por el perro.
Un día le dijeron en la taberna:
–¿Así que se te ha muerto “la parienta”? (2).
Y se rieron todos aquellos miserables, y Modesto tuvo que contener sus lágrimas y su rabia. Sonrió como acostumbraba a hacerlo, como pidiendo perdón por estar vivo todavía y por haber tenido un perro y haberlo amado. Pero desde aquel día comenzó a pedir dos o tres vasos más de vino, que le daban fuerzas.
–Tienes que comprarte otro perro, Modesto. O mejor, una perra o una mujer, que son muy largas las noches.
Y Modesto sonreía. Sacaba del bolsillo de dentro de la chaqueta una foto y la miraba. Se la había hecho cuando trabajaba de peón en la carretera y le daba alegría, porque nadie le había hecho nunca una foto. Pero, un día, perdió también la foto y pidió otros dos vasos más en la taberna y se reía más, por cualquier cosa. Algunos dicen que, como vivía en los atrases del pueblo, en la última calle donde se despedían los duelos, a veces, en los últimos tiempos, le habían oído envidiar la suerte de quienes iban en aquellos negros ataúdes, pero esto no significaba nada, porque todos sentimos, a veces, esta envidia, porque creemos que la muerte es nuestra madre y nos vamos a refugiar en su regazo. Pero esto es mentira, señor Juez. La muerte es tan atroz que Modesto ni siquiera se atrevió a mirar a su perro muerto, y yo no puedo reconocer a Modesto en ese montón de cenizas que hay, ahí, en el depósito.
Dice usted que, esta mañana, le han encontrado abrasado en su cocina. Y es verdad que tenía frío desde que nació, probablemente, eso sí, y se habría arrimado a la lumbre en esta noche de mayo, fría como de noviembre, ahora que le faltaba el calor del perro y la ilusión veraniega de la foto, y sobre todo porque nosotros no entendíamos qué quería decir con su eterna sonrisa. Con tanto coche, tanta televisión, tanta nevera y tanto fútbol y tanto bienestar y tanto triunfo en la vida, ¿cómo quiere usted, señor Juez, que podamos entender a los pobres? Son seres como de otro planeta. Dios sabrá de cuál.
Y le digo una cosa, con todos mis respetos, señor Juez: Yo no me pondría a hacer la autopsia. Todos los pobres mueren de lo mismo. La enfermedad es conocida. Pero me temo que el forense ande buscando complicaciones y barroquismos, y es en balde, ya le digo.
Un día llegó al pueblo la orden de que los perros tenían que vacunarse contra la rabia, y Modesto llevó su perro al veterinario. El animal sufrió mucho y extrañó la jeringa y la bata del facultativo como los pobres también cuando ven el quirófano, tan nuevo en el hospital y tanta gente interesándose por ellos, y también volvió a casa con dentelladas de los otros perros poderosos que esperaban, allí, su vez. Luego, se puso triste y se negó a comer durante un año. Sólo un poco de leche con unas sopitas, que Modesto le daba. Y cuando llegó, de nuevo, la orden de vacunar a los perros, Modesto dudaba si llevarle otra vez y exponer así a la muerte todo lo que tenía en la vida: su Canelo.
–¿Y si se muere? ¿Cómo paso yo las noches sin hablar con nadie?
Pero tuvo que vacunarlo, porque, de otro modo, el veterinario ordenaría su muerte. Hacía frío y lo llevó envuelto en una manta. La habló despacio, mientras tiritaba de horror, aunque sin aullar ni quejarse apenas, cuando la aguja le entraba por la pata izquierda y luego, en casa, le frió dos sardinas. Pero el perro murió de todas maneras, a los pocos días. Quizá porque ya era viejo, sólo por eso. Y Modesto lo tiró a un muladar (1) junto a un camino, al anochecer, porque no se atrevió a enterrarlo en su corral, que no resistía ni siquiera el mirarlo muerto y lo puso allí en el muladar, con amor, envuelto en su chaqueta, la pero, pero que estaba limpia y bien remendada, y cada mañana, cuando salía al trabajo pasaba cerca de allí, aunque no se atrevía a acercarse, para no ver la tarea de la muerte en su Canelo o no creyera la gente que iba a rezar allí por el perro.
Un día le dijeron en la taberna:
–¿Así que se te ha muerto “la parienta”? (2).
Y se rieron todos aquellos miserables, y Modesto tuvo que contener sus lágrimas y su rabia. Sonrió como acostumbraba a hacerlo, como pidiendo perdón por estar vivo todavía y por haber tenido un perro y haberlo amado. Pero desde aquel día comenzó a pedir dos o tres vasos más de vino, que le daban fuerzas.
–Tienes que comprarte otro perro, Modesto. O mejor, una perra o una mujer, que son muy largas las noches.
Y Modesto sonreía. Sacaba del bolsillo de dentro de la chaqueta una foto y la miraba. Se la había hecho cuando trabajaba de peón en la carretera y le daba alegría, porque nadie le había hecho nunca una foto. Pero, un día, perdió también la foto y pidió otros dos vasos más en la taberna y se reía más, por cualquier cosa. Algunos dicen que, como vivía en los atrases del pueblo, en la última calle donde se despedían los duelos, a veces, en los últimos tiempos, le habían oído envidiar la suerte de quienes iban en aquellos negros ataúdes, pero esto no significaba nada, porque todos sentimos, a veces, esta envidia, porque creemos que la muerte es nuestra madre y nos vamos a refugiar en su regazo. Pero esto es mentira, señor Juez. La muerte es tan atroz que Modesto ni siquiera se atrevió a mirar a su perro muerto, y yo no puedo reconocer a Modesto en ese montón de cenizas que hay, ahí, en el depósito.
Dice usted que, esta mañana, le han encontrado abrasado en su cocina. Y es verdad que tenía frío desde que nació, probablemente, eso sí, y se habría arrimado a la lumbre en esta noche de mayo, fría como de noviembre, ahora que le faltaba el calor del perro y la ilusión veraniega de la foto, y sobre todo porque nosotros no entendíamos qué quería decir con su eterna sonrisa. Con tanto coche, tanta televisión, tanta nevera y tanto fútbol y tanto bienestar y tanto triunfo en la vida, ¿cómo quiere usted, señor Juez, que podamos entender a los pobres? Son seres como de otro planeta. Dios sabrá de cuál.
Y le digo una cosa, con todos mis respetos, señor Juez: Yo no me pondría a hacer la autopsia. Todos los pobres mueren de lo mismo. La enfermedad es conocida. Pero me temo que el forense ande buscando complicaciones y barroquismos, y es en balde, ya le digo.
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
NOTAS(1) Estercolero.
(2) Forma coloquial de referirse a la mujer respecto del marido.