Lo que se nos propone ahora es renegar de nuestra historia y su cultura de siglos, de todo aquello por lo que podíamos y amábamos sentirnos europeos, para complacer a los nuevos poderes imperiales; y lo que nos prescriben es realmente “una desbandada hacia la servidumbre”, como decía Tácito, en la que nuestros señores piensan, seguramente, que estarán aún mejor pagados que ahora.
Una Revolución Cultural como la de la China del señor Mao ha comenzado ya a hacer tablarrasa de toda la antigualla cristiana de pensamiento, o artística, literaria y religiosa. Y, más o menos, sabemos lo que se va a responder a las nuevas generaciones de europeos, por ejemplo ante una iglesita cisterciense o una vieja universidad destinadas a asuntos deportivos. Pero claro está que, dadas las leyes educativas de estos años, y la desaparición de las viejas generaciones, es más que probable que las nuevas no pregunten nada de nada, y, en cualquier caso, que los nuevos arquitectos adapten catedrales para restaurantes o salas de adoctrinamiento cívico, para confeccionar carteles o Bao Dai y saber vocear en las manifestaciones contra lo que se les indique.
También se modificará toda la historia del arte; por ejemplo, llamando, como ya hacen los modernos, Joven con alas de rodillas ante una joven con libro, a una Anunciación o Batalla contra la reacción a un San Miguel que lucha contra el dragón; y facilitando de este modo que el viejo arte universal se convierta en mera decoración de cafeterías o chalés. Aquéllos de entre los surrealistas que animaron a derribar y quemar el arte antiguo, llevándose de paso al personal por delante y, por descontado, si se trataba de una iglesia, quizás no estuvieran todavía conformes, pero tampoco les disgustaría seguramente esta solución de ahora mismo, que puede resumirse en la sustitución de lo que llaman la obscenidad del arte antiguo por enigmáticos constructos, abstractos o del realismo urinario y fregadero, políticamente correctos, y sostenidos por la autoridad de los grandes consensos que son ahora la fuente de la moral y del arte.
Por mi parte, indiferente a las proclamas y declaraciones de principios, no tendría ningún interés especial en fórmulas lapidarias y altisonantes, para los proyectos y programas del futuro de los que hablan los políticos, porque ya sabemos que, como las de la libertad, la fraternidad y la igualdad no van mucho más allá del café, puro y copa, según decía don Miguel de Unamuno, muerto ahora hace 74 años. Así que me encantaría que se hiciese lema español y europeo aquello que don Práxedes Mateo Sagasta decía humildemente de sus gobiernos en el momento de hacer los presupuestos: “Ya que gobernamos mal, gobernemos barato”. Siendo una fórmula tan racional y convincente, no me explico cómo no se aplica en Europa.
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, PREMIO CERVANTES
DIARIO DE ÁVILA, 17 DE ENERO DE 2010