jueves, 22 de julio de 2010

LAS CHOVAS


El pasado fin de semana estuvimos en Mediavilla de los Infantes. Fernando y don Servando nos habían invitado a visitar el retablo recién restaurado.
Han peleado mucho para conseguir que una de esas instituciones que existen, encargadas de mantener el patrimonio, aceptase que el retablo merecía ser recuperado, por su belleza, su valor histórico y artístico y sobre todo por su singularidad.
En sus cartas, ambos, me contaban con todo lujo de detalles la lucha titánica, con esos técnicos del engaño, como Fernando Escribano llama a los políticos, para que se interesasen en el asunto. Por su parte, don Servando, me refería cómo tuvo que pelear con denuedo con sus superiores jerárquicos para que no pusiesen ningún reparo a la intervención civil en asuntos que ellos, sus superiores, consideraban eclesiásticos.
Don Servando manifestaba, sin reparos, tener muy poca fe en los hombres. No creía tampoco en este tipo de instituciones, más bien pensaba que estaban para llenar huecos y justificar la ineficacia y los altos sueldos de los políticos.
¡Hombre de poca fe!, le decía yo, ante lo cual manifestaba su enfado; me recordaba que fe le sobraba, lo que no significaba que tuviese una desconfianza, más que justificada en el hombre y en sus obras; sobre todo si el hombre consagraba su vida al arte de la política. Arte desprestigiado en los últimos tiempos pues, como él me recordaba muy a menudo en sus misivas, antes, en tiempos de los griegos, la Democracia, nació para que los mejores dirigiesen los destinos de la ciudad. Nada que ver con el elenco de representantes que, en la actualidad, ocupaban cargos aquí y allá. Era tal el enfado al que llegaba que me veía obligado a recordarle su condición de sacerdote, para que no llegase demasiado lejos en sus críticas, de lo cual tendría que arrepentirse y con posterioridad confesarse.
Cuando nos acercábamos a la iglesia, el graznido de las chovas llamó mi atención. Al levantar la vista pude contemplar sus evoluciones sobre el fondo cerúleo del cielo. Sus siluetas negras, realizaban mil y una piruetas: acrobacias, giros, ascensos, picados y planeos, frente a la torre de la iglesia. Junto a ellas los vencejos, más menudos y veloces competían en agilidad. Me transportó la imagen a mi niñez. Parecía que estuviese viendo las mismas aves en la iglesia de mi pueblo, a cientos de kilómetros de allí, y a varias decenas de años.
El recuerdo fue interrumpido por la llegada de don Servando. Ése es el color del manto de la Virgen, me dijo; la pureza del cielo es el equivalente a la pureza de Nuestra Señora; por eso los artistas eligieron ese color para representar su manto.
Entramos en la iglesia y al contemplar el resultado final de la restauración, no puede por menos de quedarme extasiado. Qué gran obra. Había merecido la pena tanto esfuerzo. Allí estaba el manto de la Virgen, idéntico su color al del cielo que acababa de ver en el exterior. Los dorados de las columnas y las molduras, tan limpios y brillantes, enmarcaban la belleza de las tablas.
Los bermellones y los verdes de los mantos de los apóstoles, no cabía duda, estaban inspirados en los colores del hayedo cercano. los púrpuras, en los atardeceres que tantas veces habrían contemplado los artesanos, que hace ya tantos siglos, pintaron esas tablas ahora restauradas. Más allá del significado religioso de las mismas, estaba el valor artístico de la obra.
Inspiración divina, decía don Servando. Yo le indicaba la similitud de los colores de las tablas del retablo con los colores que en la Naturaleza podíamos encontrar. Y quién sino Dios ha pintado la Naturaleza, me respondió.
Estaba contento y orgulloso mi amigo el cura. La iglesia había ganado en belleza y prestancia. Ya no estaba sola la pila bautismal. La joya de la que tanto presumía. Una obra de arte del románico, primorosamente labrada la piedra, y en la que todavía bautizaba a los pocos que nacían en el pueblo.
La satisfacción de Fernando no era menor. Habían terminado las obras justo a tiempo para el año santo Jacobeo. Los peregrinos que iban llegando en buen número, podrían admirar y deleitarse con dos grandes obras de arte, legado de nuestros antepasados. el trabajo comunitario, el esfuerzo conjunto de todo el pueblo había dado sus frutos.
Después de la visita y charlando de unas y otras cosas, nos fuimos hasta la taberna. El vino y la morcilla nos esperaban. De fondo a nuestro caminar, el hayedo iba tomando color, y el graznido de las chovas se mezclaba con el piar de los vencejos, acompañados de lejos por cantos de otros pájaros, ponían sonido al espectáculo de color que nos rodeaba. Pensaba si no serían las mismas chovas que hace siglos hicieran fijarse al artesano en ese cielo azul tan puro, para pintar de ese color el manto de la Virgen.