sábado, 20 de noviembre de 2010

UN HOMBRE DE LOS DE ANTAÑO



Nadie diría viéndole montar en bicicleta que tiene ya 84 años. Con qué destreza sube y baja de ella. Capaz de cargar bultos en su montura imposibles para otros. Con pericia de años trae y lleva cargas de leña, piñatos o piñotes o lo que se tercie. Cada día va hasta el pinar a recoger algo de leña para el invierno. Cuando le veo con su bicicleta siento que pertenece a una generación que desaparece. Quedan ya pocos como él.
Es de los que conocieron el hambre, o como ellos mismos dicen, la necesidad de los años malos después de la guerra. Para ellos cuando hablan de guerra se refieren a la única guerra, la que marcó sus vidas. Sigue montando en su vieja bicicleta, a la que repara los pinchazos él mismo, desmonta la cámara con la ayuda de dos tenedores y pega el parche que tape el agujero con el viejo tubo de pegamento de toda la vida. La última vez le costó bastante encontrar los tubos que ha gastado desde siempre. Probablemente en la próxima ocasión le toque cambiar de marca.
Cuando se monta en el único vehículo que ha conducido en toda su vida, no distingue de normas de circulación. Varias veces los municipales le han hablado de direcciones prohibidas o sentidos obligatorios, pero para él que fue poco a la escuela, le quedó grabado en su memoria aquello de que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, por ello para ir hasta el pinar desde su casa, sigue el mismo recorrido de siempre, el de toda la vida, sin importarle demasiado que hayan construido casas o cambiado las calles. Va con cuidado pues no se fía de los coches como dice, pero siempre por el mismo camino.
Es de los que se criaron con la radio como única compañía. La televisión no acaba de entrar en su vida. No le gusta. Cuida de su mujer, casi tan mayor como él. No tienen hijos pero eso no les preocupa nada. Nunca se han sentido solos, pues sobrinos y demás familia siempre les han acompañado. Además como suele decir a menudo, se ha fijado en que los de su edad si tienen hijos están tan solos como ellos.
Ya no fuma. Se lo quitaron entre su mujer y el médico. Era conveniente dejarlo por su salud le decían. Él por no discutir accedió a dejarlo. Ahora ve a los jóvenes que han vuelto a liar los cigarros y no puede evitar una sonrisa al verlos. No saben hacer un cigarro como Dios manda. Él fumó siempre picadura y liaba unos cigarros gordos, prietos y rotundos. Fumaba picadura porque cuando empezó a hacerlo era lo único que había. Luego con el tiempo la fuerza de la costumbre le hizo mantenerse fiel a su tabaco de liar. Por eso cuando los jóvenes le dicen que ahora no es por moda sino porque les sale más barato mueve la cabeza contrariado, al tiempo que en voz baja suelta uno de sus habituales tacos, pensando que no es bueno que vuelvan los tiempos difíciles pues no les ve preparados a estos chicos de ahora.
Al mismo tiempo que dejó de fumar dejó de ponerse la boina negra de toda la vida. Pero como no sabía estar sin nada en la cabeza empezó a gastar esas modernas que llevaban publicidad, que lo mismo servían para anunciar un tractor que unos piensos. La que tiene ahora al uso está tan descolorida que no se sabe ni el color original ni lo que anunciaba. A él le sirve y es más que suficiente.
Tiene las manos llenas de callos, arrugadas, nudosas pero todavía firmes y fuertes. Mantiene su costumbre de escupírselas antes de agarrar cualquier herramienta. Hacha, azadón, pico o pala. Todas ellas las maneja con maestría. Una vez escupida la mano se las frota y agarra como cuando era joven lo que se tercie. Da gusto verle coger el azadón y con apenas unos golpes, casi sin levantar la herramienta del suelo, conseguir su propósito. Claro que si le vieseis cuando coge el hacha os quedaríais admirados de la maestría con la que consigue hacer los trozos de leña del tamaño que desea, con apenas dos golpes.
Cuando sale al campo, conoce el nombre de todas las plantas y para qué utilizarlas. De los tiempos del jornal escaso le viene la necesidad de completar su economía con lo que la naturaleza posee. Además de cebar su marrano y criar conejos y gallinas, aprendió de sus mayores a buscar níscalos, conoce los mejores corros, sabe de los mejores manantiales para proveerse de berros y canónigos. En primavera recorre los prados en busca de cardillos, y las alamedas con fresnos para coger gallardas y gallardines. En el otoño, las setas de chopo y las de tronco azul y las de cardo son su objetivo. Aún recuerda con cariño los ratos impagables cogiendo cangrejos y barbos en el Adaja y las noches alumbrando lagunas para coger ranas; ya no es lo mismo.
Se crió en un ambiente de trabajo y esfuerzo. El ocio no fue conocido por él hasta fechas recientes. Toda su vida fue trabajar mucho y gastar lo imprescindible. Trabajar y ahorrar. Su casa es todo su patrimonio, como pasó con todos los de su época y circunstancias. Llegar a la jubilación dueño de su casa y sin deber nada a nadie era, por así decirlo, la meta de todos ellos. ¡Qué tiempos!.
Cuando salen de paseo su mujer y él observa a los niños en la calle. Recuerdos de sus juegos. Bailar el peón, jugar al tango, a la rana y ya de más mayor a la calva. Tiene a veces la sensación de que el tiempo apenas ha pasado. En muchas de las calles espera ver aparecer en cualquier momento a alguno de los chicos de entonces. Sucios y mal vestidos, calzados con albarcas pero listos como el hambre. Capaces de cazar pájaros, perseguir perros huesudos o ayudar a algún señorito por una propina. Salían corriendo a besar la mano del señor cura aunque estuvieran entretenidos en cualquiera de las ocurrencias que el diablo les proponía a cada instante. Quizás sea por eso que de Fe anda justo. Siempre dice a sus sobrinos que cree en lo que cree pero que no se fíen de los curas, que son hombres al fin y al cabo.
Trabajó en alguna de las fábricas que entonces había. Harina, resina, legumbre, piñones, pasta, madera o abonos. De todo ello había entonces en el pueblo. Los jornales justos o escasos según para quién. De ello la búsqueda de un complemento. Leña para calentarse y frutos para comer o vender. Animales cazados o pescados eran complemento de la dieta o de la cartera Ya pasaron los años en los que arrendaba un pedazo de tierra para sembrar su huerto. Nunca le alcanzó para comprar o tal vez no quiso.
Si os fijáis le podréis ver entre nosotros. Van quedando pocos pero todavía tienen mucho que decirnos. Que las prisas y el ruido no os priven de conocer a un hombre de los de antaño.