sábado, 31 de julio de 2010

LA MUJER DESNUDA


Un documento de aquel tiempo (1) dice que Bethsabé, que era una mujer muy hermosa, subía a bañarse a la terraza de su casa, porque allí, en la altura, estaba a cubierto de todas las miradas. pero los palacios de los príncipes siempre son más altos, y el rey David, asomado a una balconada, un día, vio desnuda a Bethsabé, y la deseó. Envió un mensajero a llamarla, y ella acudió ante él, ¿y cómo resistir a un tal hombre?
El marido de Bethsabé estaba en el ejército del rey, luchando contra los de Amón (2), y llegó allí a Jerushalaim, la capital del reino, en esos mismos días, después de que el rey y ella se habían acostado juntos, pero no fue a su casa, ni se encontró con su mujer. Luego ésta se percató de que estaba encinta, y se lo hizo saber al rey, que en seguida tomó una decisión. Dio instrucciones secretas para que, cuando el marido de Bethsabé volviese a la lucha, se le pusiese en el lugar de mayor peligro, de manera que los de Amón le matasen. Y eso fue lo que se hizo.
A Bethsabé y al rey, les nació así un niño que sería el más sabio de los hombres (3); y los escribas que hacen genealogías, de padres a hijos, de todas las generaciones, anotan también que Bethsabé era así mismo de las abuelas de Ie’shua, que nació en Beit-Lehém más tarde.

José Jiménez Lozano

Notas:
(1) Se refiere al segundo libro de Samuel (11, 2-27) donde se cuenta la historia de Betsabé, seducida por David y de cuya unión con el rey nació Salomón.
(2) Pueblo vecino oriental de Israel.
(3) Se trata de Salomón, el rey que mandó construir el primer templo de Jerusalén y que se hizo famoso por su sabiduría.

miércoles, 28 de julio de 2010

PLAZA DE SAN PEDRO


Ya solamente quedan dos de aquel grupo que ocupaba los asientos de la solana en invierno. Han desaparecido lentamente. Por eso cuando ahora les veo no puedo evitar sentir tristeza. A continuación, los recuerdos de los ratos compartidos ocupan poco a poco mi mente y la nostalgia lo llena todo.
Recuerdo el invierno, esos ratos en los que el sol asomaba entre las grises nubes e invitaba a sentarse al resguardo del frío viento castellano, en el lugar sabiamente elegido por la experiencia, ellos se sentaban sobre las piedras, “cantones” se llamaban; tiempo después pusieron el banco. Cuando era más joven comencé a compartir mi tiempo con ellos. Siempre seguiré el consejo que me dieron: “Cuando vayas a un pueblo desconocido, me decían, fíjate dónde se sientan los viejos, encontrarás resguardo en invierno y frescura en verano”. Yo amparado por el ímpetu de mi juventud les porfiaba la necesidad de hacer cambios para mejorar y avanzar, y ellos con condescendencia me solían responder, “claro majete pero en otros asuntos”.
Ellos se sentaban al sol como si representaran un ritual. Iban acercándose con lentitud, se sentaban cada uno en su sitio, como si hubiesen sido asignados con antelación. Invariablemente respetaban su sitio, llegaba a permanecer vacío el del ausente ese día. Ninguno ocupaba el lugar vacante. Los temas de conversación surgían conforme se incorporaban a la tertulia. El paso de algún viandante también provocaba un giro en la conversación. Resultaba curioso observar cómo el tema tratado durante la permanencia del vecino, giraba radicalmente en cuanto se ausentaba.
Discutían de todo con vehemencia. Desde el tema más trascendental al más insignificante era tratado de igual forma. Cuando las posturas estaban más o menos claras moría la conversación hasta surgir un nuevo asunto. Nunca observé aspereza en el trato entre ellos, si acaso alguno, por su carácter, se enfurruñaba era cuestión de minutos que se le pasase. Existían temas a los que, un día sí y otro también, les dedicaban sus buenos minutos de charla, no importaba que lo hubieran hablado mil veces, ni que supieran de sobra lo que opinaba cada uno, volvían a tratar de ello como si de la primera vez se tratase, con igual ímpetu y ardor.
Llegado un momento, nunca aprendí el mecanismo, se levantaban lentamente y comenzaba su breve paseo hasta la explanada del castillo. No decían nada entre ellos. Sólo una mirada servía para indicar que había llegado el momento. Cada vez lo iniciaba uno diferente, no había reglas. Supongo que el primero que se levantaba era el que sentía primero la necesidad de estirar las piernas y entonces los demás por respeto le secundaban.
Resultaba curioso contemplar al grupo. Sus costumbres no eran tan viejas como podría parecer, pues todos ellos no se incorporaron a esa tertulia hasta que no alcanzaban la edad del retiro laboral. Pero en sus comportamientos parecía que hacía siglos que representaban esa función.
La mayoría de ellos trabajaron en el campo, conocieron la emigración, algunos durante más tiempo que otros. Alemania, Francia, Holanda o Suiza fueron sus destinos. Varios no aguantaron más que unos años de temporeros. Sacar remolacha, vendimiar o la albañilería sus trabajos. Los menos quedaron allí afincados durante la mayor parte de su vida. Al regresar casi todo les resultaba extraño pero lo callaban.
Hoy, al volver la esquina, siento que voy a encontrarme con todo el grupo. Pero sólo veo a los dos últimos. Continúan su charla sobre todo cuanto se les ocurre. Cuando alguno de nosotros, el resto de los vecinos, pasamos por allí, la conversación toma un nuevo rumbo; y estoy convencido de ello, cuando nos ausentamos tornará repentinamente a tratar lo que a ellos dos les interese.
Es imposible evitar recordar anécdotas con ellos vividas o por ellos contadas. Con alguna que otra mentira o exageración como a veces confesaban, pero que las hacían resultar más amenas y divertidas. Ellos me contaron lo de coger los polluelos de los nidos que había en el torreón del castillo, cuando estaba abandonado y ellos eran apenas unos chiquillos. Durante unos segundos pensé que me tomaban el pelo, pero inmediatamente vi que era totalmente en serio. Eran los años de hambre y miseria. Cogían al más menudo de todos y en un cesto le hacían descender por la pared del torreón semiderruido. Lo conseguido era compartido por todos. Me impresionaba ver al anciano que delante de mí asentía y reconocía haber sido el que iba en el cesto cuando era niño. Intentaba imaginar la escena, pero veía sus cuerpos y caras de ahora, las que tenía delante de mí cuando me lo contaban. Resultaba gracioso en medio del drama que les tocó vivir. Hoy se reían del hambre que pasaron de niños. Como decían con cierta frecuencia, cuando tenían hambre no tenían qué comer y ahora que tienen para comer no tienen hambre o no pueden comerlo, les faltan dientes y ganas y les sobran males. Paradojas de la vida.
Son de los últimos representantes de un Arévalo que desaparece. Son los que crecieron con el hambre en algunos casos y con la escasez en todos. Dejan el legado del Arévalo que hicieron y conocieron, ni mejor ni peor del que nos ha tocado a nosotros, pero sin duda completamente diferente.

sábado, 24 de julio de 2010

El lema de Don Práxedes


Lo que se nos propone ahora es renegar de nuestra historia y su cultura de siglos, de todo aquello por lo que podíamos y amábamos sentirnos europeos, para complacer a los nuevos poderes imperiales; y lo que nos prescriben es realmente “una desbandada hacia la servidumbre”, como decía Tácito, en la que nuestros señores piensan, seguramente, que estarán aún mejor pagados que ahora.

Una Revolución Cultural como la de la China del señor Mao ha comenzado ya a hacer tablarrasa de toda la antigualla cristiana de pensamiento, o artística, literaria y religiosa. Y, más o menos, sabemos lo que se va a responder a las nuevas generaciones de europeos, por ejemplo ante una iglesita cisterciense o una vieja universidad destinadas a asuntos deportivos. Pero claro está que, dadas las leyes educativas de estos años, y la desaparición de las viejas generaciones, es más que probable que las nuevas no pregunten nada de nada, y, en cualquier caso, que los nuevos arquitectos adapten catedrales para restaurantes o salas de adoctrinamiento cívico, para confeccionar carteles o Bao Dai y saber vocear en las manifestaciones contra lo que se les indique.

También se modificará toda la historia del arte; por ejemplo, llamando, como ya hacen los modernos, Joven con alas de rodillas ante una joven con libro, a una Anunciación o Batalla contra la reacción a un San Miguel que lucha contra el dragón; y facilitando de este modo que el viejo arte universal se convierta en mera decoración de cafeterías o chalés. Aquéllos de entre los surrealistas que animaron a derribar y quemar el arte antiguo, llevándose de paso al personal por delante y, por descontado, si se trataba de una iglesia, quizás no estuvieran todavía conformes, pero tampoco les disgustaría seguramente esta solución de ahora mismo, que puede resumirse en la sustitución de lo que llaman la obscenidad del arte antiguo por enigmáticos constructos, abstractos o del realismo urinario y fregadero, políticamente correctos, y sostenidos por la autoridad de los grandes consensos que son ahora la fuente de la moral y del arte.

Por mi parte, indiferente a las proclamas y declaraciones de principios, no tendría ningún interés especial en fórmulas lapidarias y altisonantes, para los proyectos y programas del futuro de los que hablan los políticos, porque ya sabemos que, como las de la libertad, la fraternidad y la igualdad no van mucho más allá del café, puro y copa, según decía don Miguel de Unamuno, muerto ahora hace 74 años. Así que me encantaría que se hiciese lema español y europeo aquello que don Práxedes Mateo Sagasta decía humildemente de sus gobiernos en el momento de hacer los presupuestos: “Ya que gobernamos mal, gobernemos barato”. Siendo una fórmula tan racional y convincente, no me explico cómo no se aplica en Europa.

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, PREMIO CERVANTES

DIARIO DE ÁVILA, 17 DE ENERO DE 2010

jueves, 22 de julio de 2010

LAS CHOVAS


El pasado fin de semana estuvimos en Mediavilla de los Infantes. Fernando y don Servando nos habían invitado a visitar el retablo recién restaurado.
Han peleado mucho para conseguir que una de esas instituciones que existen, encargadas de mantener el patrimonio, aceptase que el retablo merecía ser recuperado, por su belleza, su valor histórico y artístico y sobre todo por su singularidad.
En sus cartas, ambos, me contaban con todo lujo de detalles la lucha titánica, con esos técnicos del engaño, como Fernando Escribano llama a los políticos, para que se interesasen en el asunto. Por su parte, don Servando, me refería cómo tuvo que pelear con denuedo con sus superiores jerárquicos para que no pusiesen ningún reparo a la intervención civil en asuntos que ellos, sus superiores, consideraban eclesiásticos.
Don Servando manifestaba, sin reparos, tener muy poca fe en los hombres. No creía tampoco en este tipo de instituciones, más bien pensaba que estaban para llenar huecos y justificar la ineficacia y los altos sueldos de los políticos.
¡Hombre de poca fe!, le decía yo, ante lo cual manifestaba su enfado; me recordaba que fe le sobraba, lo que no significaba que tuviese una desconfianza, más que justificada en el hombre y en sus obras; sobre todo si el hombre consagraba su vida al arte de la política. Arte desprestigiado en los últimos tiempos pues, como él me recordaba muy a menudo en sus misivas, antes, en tiempos de los griegos, la Democracia, nació para que los mejores dirigiesen los destinos de la ciudad. Nada que ver con el elenco de representantes que, en la actualidad, ocupaban cargos aquí y allá. Era tal el enfado al que llegaba que me veía obligado a recordarle su condición de sacerdote, para que no llegase demasiado lejos en sus críticas, de lo cual tendría que arrepentirse y con posterioridad confesarse.
Cuando nos acercábamos a la iglesia, el graznido de las chovas llamó mi atención. Al levantar la vista pude contemplar sus evoluciones sobre el fondo cerúleo del cielo. Sus siluetas negras, realizaban mil y una piruetas: acrobacias, giros, ascensos, picados y planeos, frente a la torre de la iglesia. Junto a ellas los vencejos, más menudos y veloces competían en agilidad. Me transportó la imagen a mi niñez. Parecía que estuviese viendo las mismas aves en la iglesia de mi pueblo, a cientos de kilómetros de allí, y a varias decenas de años.
El recuerdo fue interrumpido por la llegada de don Servando. Ése es el color del manto de la Virgen, me dijo; la pureza del cielo es el equivalente a la pureza de Nuestra Señora; por eso los artistas eligieron ese color para representar su manto.
Entramos en la iglesia y al contemplar el resultado final de la restauración, no puede por menos de quedarme extasiado. Qué gran obra. Había merecido la pena tanto esfuerzo. Allí estaba el manto de la Virgen, idéntico su color al del cielo que acababa de ver en el exterior. Los dorados de las columnas y las molduras, tan limpios y brillantes, enmarcaban la belleza de las tablas.
Los bermellones y los verdes de los mantos de los apóstoles, no cabía duda, estaban inspirados en los colores del hayedo cercano. los púrpuras, en los atardeceres que tantas veces habrían contemplado los artesanos, que hace ya tantos siglos, pintaron esas tablas ahora restauradas. Más allá del significado religioso de las mismas, estaba el valor artístico de la obra.
Inspiración divina, decía don Servando. Yo le indicaba la similitud de los colores de las tablas del retablo con los colores que en la Naturaleza podíamos encontrar. Y quién sino Dios ha pintado la Naturaleza, me respondió.
Estaba contento y orgulloso mi amigo el cura. La iglesia había ganado en belleza y prestancia. Ya no estaba sola la pila bautismal. La joya de la que tanto presumía. Una obra de arte del románico, primorosamente labrada la piedra, y en la que todavía bautizaba a los pocos que nacían en el pueblo.
La satisfacción de Fernando no era menor. Habían terminado las obras justo a tiempo para el año santo Jacobeo. Los peregrinos que iban llegando en buen número, podrían admirar y deleitarse con dos grandes obras de arte, legado de nuestros antepasados. el trabajo comunitario, el esfuerzo conjunto de todo el pueblo había dado sus frutos.
Después de la visita y charlando de unas y otras cosas, nos fuimos hasta la taberna. El vino y la morcilla nos esperaban. De fondo a nuestro caminar, el hayedo iba tomando color, y el graznido de las chovas se mezclaba con el piar de los vencejos, acompañados de lejos por cantos de otros pájaros, ponían sonido al espectáculo de color que nos rodeaba. Pensaba si no serían las mismas chovas que hace siglos hicieran fijarse al artesano en ese cielo azul tan puro, para pintar de ese color el manto de la Virgen.

domingo, 18 de julio de 2010

LA CHAQUETILLA BLANCA



Y también me acuerdo yo de Franco, de una vez que pasó por la carretera general cerca del pueblo, y fuimos allí al cruce todos los chicos y chicas de las escuelas con banderitas españolas, y cantando. Todo el rato cantando, durante casi los dos kilómetros de camino que había desde el pueblo hasta la carretera general; y luego allí, esperamos un rato descansando hasta que, de repente, dijeron: “¡A formar, que ya llega!”. Que si nos descuidamos un poco llegamos al humo de las velas (1), cuando ya hubiera pasado el Generalísimo. Así que formamos muy deprisa en dos filas, una a cada lado de la carretera general y, cuando ya se veían venir los coches por toda aquella explanada de rastrojos (2), todo el mundo comenzó a quitarse la gorra, y don Jacinto, el boticario, el sombrero, que ni en misa se lo quitaba, salvo al alzar (3), porque tenía un permiso para ello, porque en la cabeza tenía una parte de metal que decían que era de platino y valía una fortuna, pero era temerosa de ver, de lo reluciente que era.
“¡A descubrirse!”, grito el alguacil, y luego dijo que diéramos los gritos “de ritual” que nos enseñaban, así que todos comenzábamos a gritar “¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!”, con el brazo bien extendido y la mano bien abierta, que no pareciera un gurullo (4) o que estábamos cazando mosca, nos decían. Pero de repente ¡zas!, ni oídos, ni vistos, los coches de Franco pasaron a toda velocidad detrás de unos motoristas y de un coche grande, de muchas plazas, con un altavoz que decía: “¡Apártense! ¡Apártense!”. Y nos apartamos de la carretera, claro está, y los coches pasaron como una exhalación (5). Aunque doña Concha, la maestra, dijo luego que desde su sitio, donde estaba, ella había visto muy bien que Franco nos había sonreído y nos había dado de mano por la ventanilla; y al día siguiente, en la escuela, nos pusieron un ejercicio: que pintáramos la bandera española, sobre la iglesia y dos o tres casas, y luego una línea recta a un lado y a otro de las casas, que era el campo, y que escribiéramos todos al principio: “En una otoñal y soleada tarde de Castilla”; que todos pusiéramos esto, y, luego, cada cual lo que había visto y cómo era Franco. Y no sabías lo que poner, aunque te parecía que un poco sí que le habías visto, al resbalar, a Franco.
Pero al que sí que vi yo bien cerquita fue a un ministro que vino de Madrid a “un acto de afirmación” que entonces se llamaba, cuando concentraban a la gente en la capital o en la cabeza de partido (6), y también nos llevaban a los chicos y a las chicas con las banderitas. Decían allí una misa encima de una tarima alta o escenario, y, luego, había discursos. Pero antes, fuimos a recibir al ministro a la entrada de la plaza mayor, al final de una calle que desembocaba allí entre los soportales; y me acuerdo que, cuando bajó del coche y se puso a saludar a todos, era un hombre grande y gordo, y muy bien puesto. Aunque lo que a mí me chocó más de todo fue que llevaba una chaquetilla blanca como la de los camareros de los cafés, o como la de los chicos de la Primera Comunión, con cordones y hombreras. Y luego, me fijé en que el ministro tenía también un brazalete negro en un brazo; pero eso nos extrañó menos a todos, porque había entonces mucha gente que guardaba así los lutos, porque casi todo el mundo tenía un muerto por el que llevar luto, y si se le guardaba luto con el traje entero de negro, pues todos juntos los españoles hubieran parecido como una bandada de tordos cuando cae sobre un sembrado. Y no tenía que ser así, sino que lo que teníamos que hacer era una España “alegre y faldicorta” (7), dijo, que no se me olvidará: o sea con las minifaldas que, luego, vinieron, ¿no? Y me parece que el obispo nos dio la bendición, y al final cantamos.
Algunas personas mayores se marearon, porque el acto de afirmación duró mucho tiempo, y hacía mucho calor, que debía ser por mayo o junio, y daba gusto luego al anochecer sentir correr el aire en el camión de vuelta a casa. E íbamos comentando todos cuánto podía costar aquella chaquetilla blanca, tan bien planchada, del ministro. “¿Y cómo un ministro iba a ir con una chaqueta como de camarero o de Primera Comunión?”, decía mi madre luego; que a sabe lo que habíamos visto, que nos llevaban a ver apariencias, y luego, veníamos con la cabeza llena de grandezas y visiones, como la de la chaquetilla blanca. “Aunque, a lo mejor ¡qué se yo!”, decía también; que a lo mejor podía ser verdad, porque a saber cómo tenía que vestirse un ministro y gente así, con qué figuraciones y señuelos (8).
Y hasta Franco mismo, dijo el alcalde, se ponía a veces chaquetillas de ésas, y no el traje de los domingos, para recibir.

José Jiménez Lozano




NOTAS:

(1) Llegar a un acto cuando ya ha concluido.
(2) Campos en que sólo quedan las partes bajas de los tallos de la mies una vez segada ésta.
(3) En la misa, elevar la hostia y el cáliz después de la consagración.
(4) Una masa sin forma.
(5) Como un rayo, muy rápidamente.
(6) Ciudad en la que están establecidos ciertos servicios comunes a un territorio –partido judicial –, especialmente el juzgado.
(7) La expresión es de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange.
(8) Cualquier cosa que, con algún engaño, sirve para atraer a una persona o inducirla a que haga algo.

viernes, 16 de julio de 2010

NIEVE EN EL HAYEDO


Durante nuestra última visita a Mediavilla de los Infantes, el invierno nos jugó una mala pasada. O tal vez, vistas las consecuencias, podemos decir que una buena pasada. Tuvimos que alargar un par de días más nuestra estancia a consecuencia de las últimas nevadas, hasta el momento, de este invierno incierto; comenzó tarde y con continuos cambios y bruscas oscilaciones de temperatura; días de bonanza seguidos de desapacibles jornadas con los elementos climatológicos desatados y sin freno, han alborotado al personal. Para unos síntoma claro y evidente del cambio climático. Para otros circunstancias nada extrañas, antaño eran así los inviernos. Para unos pocos, los que no creen en cambios climáticos, o más bien, creen que son invento de la progresía intelectual, el invierno que estamos viviendo obedece a la casualidad, ciencia que según estos rige el devenir de la Humanidad.
Pese a las previsiones de nieve, no he querido dejar de pasear por el hayedo. Junto a mí discurre el río; parece triste, pero no es más que el invierno, que le hace discurrir más lento. Avanzo ligera y fácilmente sobre la blanda tierra. Noto el frío que me rodea. Piso el manto de hojas que cubre el suelo. Abajo del todo, en ese fondo del colchón de hojas, se pudren las que primero cayeron, mueren para dar vida, nutrientes que alimentarán en el futuro a las hayas que las poseyeron. Muevo con el pie un montón de ellas, próximas a unas rocas cubiertas de musgo, un escarabajo demasiado lento intenta esconderse de nuevo. Los pájaros gorjean a mi paso.
Los colores y los aromas lo inundan todo. No es el momento más bello en cuanto a colores se refiere. No tiene nada que ver con la espectacular imagen que presenta en el otoño; pero verdes, grises, marrones y algún que otro rojo, componen un cuadro que invita al recogimiento. El olor a humedad del hayedo lo impregna todo. Resulta agradable, casi se puede oler el frío. Y las hojas al pisarlas dejan escapar esos aromas de podredumbre, que aquí resultan agradables. El cielo aparece teñido de gris cuando me detengo a descansar, un gris oscuro que anuncia que pronto nevará. Los pájaros inquietos, se mueven en las ramas. Con sus cantos acompañan el caminar.
Todavía falta bastante para la primavera. El peso de la nieve hará crujir las ramas. Los árboles soportarán un peso añadido. Puede que alguna rama se quiebre, pero eso les hará ser más fuertes. La tarde está sin viento y parece que fuese templando. No se escucha ningún sonido que delate actividad humana. Tan solo los sonidos de la naturaleza. Parece que sea el único ser humano en todo el hayedo. El rumor del río parece dominar por momentos la sinfonía que a mi alrededor se produce. Cada uno de los colores, cada uno de los sonidos, cada percepción que recibo, parece que formase parte de una sinfonía previamente compuesta. Cada cosa en su sitio, completando y complementando a las otras.
Me cruzo con dos peregrinos, pues el camino atraviesa el hayedo. A pesar de su poco español y mi poco francés, pues son de la lejana Francia, conseguimos entendernos. Les digo que no les queda mucho más de media hora para llegar a Mediavilla, donde deberían pasar la noche, pues el tiempo no parece que vaya a serles muy favorable. Les doy las indicaciones para que localicen a don Servando, él les solucionará el alojamiento.
Cuando se alejan, pienso en lo que pueden haber sentido, desde hace siglos, los peregrinos que atraviesan el hayedo camino de Santiago de Compostela; debe ser muy parecido a lo que ahora mismo estoy sintiendo. El mismo curso del río, inalterado con el paso del tiempo. Tan solo el tamaño del hayedo ha variado. Entonces mucho más extenso y con más robles seguramente. Escasos hace siglos los labrantíos, hoy algo más numerosos. Pero casi virgen el paisaje a la acción del hombre. Los hombres de estas tierras no han destruido lo que la naturaleza ha tardado tantos millones de años en conformar. Puede tratarse de un pequeño milagro.
Ellos han podido vivir respetando el entorno. Sabiamente han encontrado modos de vida, que aprovechando los recursos existentes, les han permitido sobrevivir y desarrollarse. Aprovecharon las piedras para construir sus primitivas casas. Pero con la modernidad han sabido no destruir, sino construir un pueblo dotado de las modernidades conquistadas, sin alterar el medio natural. Lástima de ejemplo no secundado por tantos otros.
Desde el hayedo veo a lo lejos las columnas de humo denso que salen de las chimeneas, allá en el pueblo. La visión es magnífica. Me siento un animal silvestre que observa la obra humana.
Empiezan a caer copos, diminutos, menudos puntos blancos. Va siendo hora de regresar hasta la casa. Comienza lentamente a nevar con más intensidad. Los copos van adquiriendo un tamaño considerable. El canto de los pájaros parece que hubiera cesado de repente. Solamente permanece el rumor del río y el ruido de mis pisadas. En apenas unos pocos minutos un leve manto blanco va cubriendo las ramas más altas y en los claros, el suelo va cubriéndose de una fina capa de nieve. Aligero la marcha para llegar cuanto antes a mi refugio. Allí estarán seguramente los dos peregrinos que me he encontrado en el hayedo. Fernando y don Servando habrán preparado la cena. Puede que más tarde se nos una algún vecino más a la tertulia. El fuego vivo del hogar resultará reconfortante. Allí sentado a la lumbre podré saborear más despacio todo lo que acabo de sentir en el hayedo.

miércoles, 14 de julio de 2010

ANTONIO MACHADO Y SERRAT


HE ANDADO MUCHOS CAMINOS

He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas,
he navegado en cien mares
y atracado en cien riberas.

En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancòlicos
borrachos de sombra negra,

y pedantones al paño
que miran, callan y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.

Mala gente que camina
y va apestando la tierra...

Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.

Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan adònde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,

y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca

Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos
descansan bajo la tierra.

ANTONIO MACHADO




viernes, 9 de julio de 2010

EL HAYEDO Y EL RÍO


En Mediavilla de los Infantes, provincia de Burgos, hay un pequeño río que pasa cerca del pueblo. Caminando desde la puerta de la iglesia comienza uno de los recorridos más placenteros que se pueden realizar en el otoño. Recorremos entre casas de piedra la corta distancia que separa al pueblo del bosque de robles, alisos, serbales y, sobre todo, hayas que lo rodean. Allí comienza una especie de pista forestal que existía desde siempre y que bajaba y subía por entre las hayas camino de la cascada que se encuentra como a unos seis kilómetros del pueblo.
Es este un camino que me enseñó hace ya mucho tiempo mi amigo Fernando Escribano. Creo que fue la primera o quizás la segunda vez que fui a su pueblo. Él acababa de jubilarse y me había hablado del lugar maravilloso que había elegido para vivir a partir de ese instante. La jubilación para él, según me decía, iba a significar una nueva vida. Se había instalado en ese pueblo; lejos de cualquier sitio, casi perdido. Lo suficientemente grande para no estar solo y lo suficientemente pequeño como para no sentirse agobiado.
Cuando llegué a ver el lugar elegido por mi amigo para vivir el invierno de su vida sentí una enorme envidia. Era magnífico el paisaje. Las gentes con las que traté y que rápidamente había conocido Fernando, resultaban entrañables, sobrias como castellanos que eran, entregadas al forastero, supongo que conquistadas por la personalidad de mi amigo.
El paseo que me propuso lo comenzamos junto a la iglesia que habíamos visitado momentos antes. Resultó ser un camino agradable rodeados de una vegetación exuberante, en la que destacaban los enormes robles, y los colores del hayedo en el que comenzábamos a adentrarnos lentamente. El camino sinuoso subía y bajaba con suavidad, el ruido de las hojas y el canto de los pájaros envolvía nuestro caminar.
Fue en ese momento cuando Fernando Escribano me habló por primera vez de la posibilidad de señalizar esa senda. Resultaba sencillo colocar unas maderas y pintar con colores bien visibles el recorrido que deberían seguir los visitantes. Me empezó a hablar de lo mucho que disfrutarían los que no han tenido la posibilidad de hacerlo en plena naturaleza, con esa explosión de colores, sonidos, rumores de bellotas que caían de los enormes robles, el desnudarse de las hayas en el otoño.
Me contó, incluso, lo bello que resultaba también en primavera y verano, cosa que ya había podido apreciar por sí mismo. Yo le creí porque conozco su buen gusto y el ojo que tiene para estas cosas. En invierno resulta todavía más espectacular, me decía, pues aunque las hojas hayan caído y las hayas pierdan parte de su belleza, queda el río y más arriba la cascada. Caminando junto a él sintiendo su entusiasmo es cuando vi el río por primera vez. Un río no muy ancho, pero tumultuoso. Con brío y viveza el agua corría entre las piedras arrancando sonidos relajantes de las mismas. Los árboles llegaban hasta el mismo borde del río.
El sendero ancho y cómodo del principio se iba complicando, pero nada que no se pudiese recorrer con facilidad. Al doblar un curva del curso del río apareció ante nosotros una enorme cascada. Al tramo primero en caída libre le sucedía una enorme terraza de roca y luego otra caída libre menor y otra terraza y así sucesivamente hasta llegar al curso del río que habíamos recorrido entre el hayedo. Todo roca y agua y rodeado en las orillas de un número infinito de árboles y una frondosa vegetación. Magnífico espectáculo para los sentidos.
No había duda. La idea de Fernando de hacer una ruta para que los visitantes pudieran disfrutar del paisaje era muy acertada. Sin duda muchos disfrutarían de la paz que ese lugar tenía para darnos. La belleza de la vegetación y el frescor del agua sería un indudable atractivo turístico.
Después de terminar el recorrido me llevó al único bar que tiene el pueblo. Allí producto del esfuerzo realizado, el apetito nos mordía las entrañas. Me dijo que iba a comer la mejor morcilla que jamás había comido. Efectivamente esa morcilla era especial. Tal es así que desde entonces no puedo ir a Mediavilla de los Infantes y venirme sin comer su morcilla. Fue además en ese momento cuando conocí al que con el tiempo se ha convertido en un gran amigo. La persona que Fernando Escribano me presentó resultó ser el párroco del pueblo: Don Servando dijo que se llamaba. Ya conocía lo suficiente a Fernando y habían empezado una curiosa relación. Habían encajado como un guante entre ellos dos pese a lo diferentes que eran, quizás a lo mejor fue por eso que encajaron tan bien.
Así entre bocados de morcilla con pan y tragos de vino de la tierra fue como pasaron las horas en animada charla. Las ideas de Fernando y de don Servando iban encajando entre sí. Cuando surgió lo de señalizar la ruta de senderismo, don Servando pareció encantado. Aunque él se ocupaba de las almas veía con buenos ojos que los cuerpos gozasen de buena salud. Notaba, nos decía, que los que venían de las ciudades tenían los espíritus bastante alterados y un paseo por el hayedo junto al río hasta la cascada les podría hacer mucho bien, en cualquier época del año. Si al empezar pasaban por la iglesia y rezaban algo, y al terminar comían un poquito de morcilla con un vaso de vino, volverían con los cuerpos y los espíritus a punto.

viernes, 2 de julio de 2010

UN DÍA VOLVERÉ


UN LIBRO PARA LEER

“En alguna ocasión le vimos paseando solo por el Parque Güell y también en el mercado de la Travesera, en cuyos puestos de frutas y verduras se paraba largo rato, como si nunca hubiese visto nada parecido. Un domingo se llevó a Néstor a los Encantes de San Antonio, estuvo hablando con un anciano que vendía monedas antiguas y luego recorrió las paradas de libros usados, llevándose a casa una buena provisión de novelas del Oeste. Cada quince días – después sería cada mes – tenía que presentarse al Juzgado Militar de la Rambra de Santa Mónica y dejar su firma en la sección de libertad condicional. Cuando iba a eso se ponía el traje cruzado marrón a rayas y una corbata negra y a la vuelta solía parar en el Trola a tomarse una ginebra, sin hablar con nadie.”

Juan Marsé

REFLEXIÓN ORIENTAL


Durante las pasadas Ferias, un amigo de la India, ha estado con nosotros en Arévalo. Llegó el sábado primero de ferias, casi de noche. Estuvimos en la verbena y antes habíamos estado por el recinto ferial. Le iba a hablar del extraordinario bullicio que presentaban las calles de Arévalo, pero él se adelantó y me recordó que viene de un país con más de mil cien millones de habitantes, por lo que el alboroto que presentan nuestras calles se queda en nada comparado con aquello. Al día siguiente por la mañana, fuimos al encierro. Al principio me daba cierto reparo llevarle a un acto en el que el protagonista es el toro, teniendo en cuenta sus creencias religiosas. Pero Ajay, así se llama mi amigo, mostró su lado más cosmopolita. A sus profundas convicciones morales y a esa enorme profundidad de pensamiento que tienen la mayoría de los orientales, él le añade una modernidad intelectual. Abierto a nuevas culturas, ansioso de conocer cosas nuevas, de entablar contacto con otras formas de civilización. Le resultó curioso el comportamiento de la mayoría del público con los toros, llegando a observar, según me dijo, una cierta veneración por parte de las personas que corrían el encierro hacia los astados. No se trataba del mismo tipo de veneración que ellos mostraban en la India hacia las vacas, animal sagrado, pero sí de un tratamiento respetuoso en su mayoría, hacia los toros.
Por la tarde, fuimos al musical que los del Centro Juvenil Don Bosco de Arévalo representaban. Está feo por mi parte que diga que la actuación resultó maravillosa. A nuestro amigo le encantó y yo sentí, una vez más, admiración por este grupo de jóvenes que lleva moviéndose ya más de diez años, en una tierra en la que el movimiento suele ser escaso. Puede que sea cosa de la climatología, en invierno el frío invita a quedarse al amor de la lumbre. En verano la canícula hace que la gente busque la fresca. Otoño y primavera son tan cortos, que apenas si dan para que se lleguen algunos hasta la “Meta”. Por eso me admira este grupo numeroso, incansable, alegre y sobre todo juvenil.
Por la noche volvimos a asistir a la verbena en la Plaza del Arrabal, si bien no trasnochamos en exceso, pues me interesaba mostrarle el Arévalo de día. Así al día siguiente estuvimos por la mañana viendo disfrutar a los niños en los juegos organizados para ellos. Ya que estábamos allí decidí que debíamos acercarnos hasta la plaza de toros. Estuvimos observando la construcción desde todos los ángulos. Su silencio no me incomodó pues como oriental es muy dado a ello. Son capaces de estar reflexionando en silencio durante largos ratos, economizando las palabras. ¡Qué diferentes a nosotros!.
Después de la comida, en la que no pudo probar el cochinillo por cuestiones personales, nos llegamos hasta la plaza del Real. Nuevamente, los del Centro Don Bosco se encargaban de amenizar el tiempo a los niños y mayores con sus juegos. La voz de algunos de los monitores denotaba el desgaste sufrido. El estar hablando con los niños continuamente les debe producir ronquera a algunos.
Bajamos hasta el Castillo, recorriendo el casco histórico de nuestra ciudad. A la vuelta estuvimos en la iglesia de San Miguel escuchando a la coral “La Moraña”. Fue de los pocos momentos en los que Ajay utilizó elogios, al referirse al retablo que contemplaba con deleite. Nuevamente por la noche y para pasear la cena, nos llegamos hasta la verbena del barrio Húmedo. Tampoco nos demoramos en irnos a casa pues al día siguiente nos esperaba un encierro a caballo.
Espectáculo que nuestro amigo contempló con agrado. Elogiaba la belleza de los caballos y los toros en el campo. Sentí que no pudiera ver el espectáculo de los Gigantes y Cabezudos, pero por ser la festividad de nuestro patrón San Vitorino, los anteriores no salieron a recorrer las calles como es tradición el martes de Ferias. Hasta el viernes próximo no saldrían y Ajay ya no estaría. De hecho esa misma tarde, a las cinco, hora torera por excelencia, cogía un “Auto-Res” para volver a su actual domicilio. Sentí que no pudiese asistir a la corrida de rejones de esa tarde. Aunque por otra parte, no creo que estuviera preparado para presenciar el espectáculo. Caballos, toros y sangre podría ser algo demasiado fuerte para un indio de visita en Arévalo.
Mientras esperábamos la llegada del autobús, me preguntó si podía hacerme una pregunta. Yo antes de contestar que por supuesto, recordé su condición de oriental, muy dados a reflexiones profundas, preguntas trascendentales y todo eso, además de ser una persona de mundo, muy viajada y con amplia experiencia en contrastar diferentes culturas; por lo que le dije que sí, pero que no fuese demasiado difícil. Entonces él me preguntó: -Todo esto, ¿quién lo paga?, al tiempo que describía un amplio círculo con su brazo abarcándolo TODO.