lunes, 30 de agosto de 2010

LA BOINA


Nunca entraban en los sitios sin descubrir su cabeza. ¿Da usted su permiso?, preguntaban al tiempo que su mano recogía la boina de su cabeza, dejando a la vista un pedazo de frente blanco como nácar entorno al pelo, presentando un fuerte contraste con el cetrino color de su cara y sus manos.
Con el tiempo se volvían pardas y los brillos iban apareciendo en las partes que sufrían más uso. Se iban adaptando a la cabeza de su dueño de tal manera, que en poco tiempo parecían moldes de su cabeza.
Lustrosas y rígidas con el paso de los días, preservaban lo mismo del calor que del frío o el agua. Podíamos ver grandes grupos de hombres, en los mercados por ejemplo, y si nos fijábamos detenidamente no seríamos capaces de encontrar dos boinas iguales. Todas eran diferentes, cada una según la cabeza que cubrían. Cada cabeza diferente a las otras, como las personas que las soportaban.
Pieza singular. Cuando la compraban nueva tardaban un tiempo hasta que la hacían “a su mano” decían, no sé muy bien por qué, pues de lo que se trataba era de hacerlas a su cabeza. Nada voy a decir del olor que tenían tan personal.
Durante años cubrieron las cabezas de casi todos los hombres. Tenían la de diario y la de los domingos. La de diario era sustituida por la de los domingos; tan limpia, suave y negra. Parecía recién estrenada. Solamente fijarnos en sus cabezas, podríamos adivinar si se trataba de un día de fiesta o de labor.
Vi en una ocasión una fotografía en la que tres hombres ya maduros acompañaban a un joven; acababan de comprar una auténtica boina vasca al joven, adolescente todavía; era para él su primera boina. Le acompañaría durante muchos años. Ellos también aprovecharon para renovar su prenda de cabeza. Parecía un rito de iniciación a la edad adulta.
Cubrían al principio casi todas las cabezas. Con el paso de los años fueron cubriendo las de extracción social más humilde, siendo sustituidas en las cabezas de más clase por sombreros u otras prendas. Corriendo los años fueron quedando en las cabezas de los labriegos principalmente. Las otras cabezas humildes fueron también sustituyéndola por otras variantes: gorra visera, sombrero, etc.
La industrialización no pudo con ella en un principio. Recuerdo haber visto fotos de obreros con “mono” y boina; incluso los mineros con esta prenda cubrían su cabeza.
Fue el papanatismo el que acabó con la buena imagen de la boina. Quien la portaba era tenido por anticuado, una especie de hombre de Cromagnon, inculto y desfasado. Era sin embargo ensalzado el que cubría su cabeza con elegante sombrero. Hasta que dejaron de cubrirse las cabezas de los hombres en su mayoría. Cabezas despejadas eran tenidas por modernas y avanzadas. Quien cubría su cabeza con dicha prenda era tenido por paleto. Burros, boinas y abuelos han ido desapareciendo, debe ser que me estoy haciendo mayor.
Pero una mentira mil veces repetida no se convierte en verdad. Las boinas cubrían en la mayor parte de las ocasiones cabezas repletas de sentido común. De ideas firmes aunque no muy numerosas. Algo anticuadas si se quiere, pero sumamente prácticas para facilitar la labor de vivir. Recuerdos, enseñanzas, historias, sueños y esperanzas. Todo eso y más llenaban las cabezas que las boinas cubrían.
Pero sobre todo servían para combatir con eficacia y acierto el implacable sol del verano. Efectivas igualmente con los rigurosos inviernos de antaño; el calor se escapa por la cabeza sobre todo; ellos la tapaban con una boina que retenía el calor en el cuerpo e impedía el paso del frío y del agua. “Tápate la cabeza y los pies y no notarás el frío”, decían.
Ahora los jóvenes portan gorras viseras a la usanza norteamericana. Habremos de esperar unas cuantas generaciones para que los jóvenes transgresores lleven sobre sus cabezas las boinas del pasado, las de sus tatarabuelos tal vez.
Ya casi no se ven. Han ido desapareciendo casi como lo han hecho quienes las portaban. Por eso, cuando veo alguna de vez en cuando, miro debajo y si veo la cara de un viejo, sonrío y me vienen a la cabeza los recuerdos de mi infancia. Cuando tu padre o tu abuelo, te levantaban en brazos y te sentaban en sus rodillas. Uno siendo niño, miraba con expectación y nerviosismo. En ese momento se descubrían su cabeza, quedando al descubierto su cabello y la aureola blanca y pura alrededor. Depositaban entonces su boina sobre tu cabeza de niño, como si estuvieran realizando la más solemne coronación. Y ahí era cuando el nerviosismo infantil era sustituido por la más grande de las alegrías. Te sentías, sentado en sus rodillas y cubierto por su boina, el rey del universo.