lunes, 14 de marzo de 2011

UN VIAJE A LOS INFIERNOS



El sol brillante iluminaba un cielo cerúleo apenas manchado por unos jirones de nubes blanquísimas y mi Atleti había ganado la víspera. ¡Qué mejor día para ir a los Infiernos!
Mister Chip y yo llegamos a un tiempo al lugar de nuestra cita. Seguíamos sin saber la ruta que teníamos que seguir, solamente conocíamos nuestro destino, y pese a desconocer tantos detalles había más gente que nunca en el punto de encuentro. Nos encontramos con muchos de los que participaban en la batalla entre don Carnal y doña Cuaresma. Desconocían que se encontraban a un paso de ser los próximos que visitasen los Infiernos en un futuro no muy lejano.
Nos pusimos en marcha y solamente al llegar a la localidad de Horcajuelo supimos que habíamos llegado. Luisjo había cumplido con su misión de mantener el secreto hasta el último momento. Comenzamos a andar y curiosamente tuvimos que atravesar un río que para nosotros es enormemente familiar, el Arevalillo, solo que allí le llaman de otra forma. Nadie diría que el río apocado que pasa junto a Arévalo, el que cruzamos para ir al Cubo o a la Lugareja, fuese la antesala de tan inquietante lugar; del otro lado del río estaba la entrada a los Infiernos.
Un diablillo de aspecto agradable, aunque mas parecía un guarda forestal, nos estaba esperando. Le acompañaba una pequeña ninfa de cabello dorado y ojos glaucos o tal vez azules, como de cuarto de primaria, que atendía por el nombre de Violeta. Eran los emisarios del Amo de los Infiernos. Nunca he tenido claro quién es el que manda en esos asuntos. En el cielo parece ser san Pedro el que tiene las llaves, pero en cualquiera de las múltiples acepciones que el Infierno tiene en las diferentes religiones, recuerde el lector que cada una tiene el suyo, no tengo claro quién es el que manda, tendré que preguntarlo la próxima ocasión que se presente.
Habíamos llegado según nos dijo a los Infiernos, allí estaba la entrada; todos los infiernos, desde el Gehena judío, al Tártaro griego o el Naraka budista estaban allí frente a nosotros.
Lo primero que tuvimos que hacer fue desprendernos de nuestra dignidad humana, casi arrastrándonos por el suelo tuvimos que pasar la línea que delimitaba los contornos de lo que nuestro guía llamó el territorio del lobo. A partir de ese momento, todo era sabido por el verdadero dueño de esa enorme extensión que se presentaba ante nuestros ojos. Aunque no viéramos al lobo, él nos veía, sabía dónde estábamos y lo que hacíamos en cada momento. Dominaba la situación.
En ese territorio conviven, según entendí, la Junta de Castilla y León, los sindicatos agrarios y el lobo. La primera legisla, los segundos presionan y el tercero es el que manda. Por experiencia, sé que hoy en día puedes deambular durante horas por nuestros campos y no encontrar presencia humana, fuera de lo que son los cascos urbanos. Así pues, viendo cómo vienen las cosas, la batalla la tiene ganada el lobo, que además de ser el más listo, es el único que domina el territorio. Campos despoblados, sin gente que los habite ni trabaje en ellos, por lo que no hace falta pensar mucho en qué sucederá en un futuro, si Bruselas y la PAC no lo remedian.
No puedo ocultar mi inquietud de sentirme observado por criatura con tan mala prensa como es el lobo. Pero he de decir que con el transcurrir de los minutos y no ver presencias reales, salvo las huellas de jabalíes, zorros, tejones y otros animales más inofensivos, me fui tranquilizando. Nos abrimos paso entre las espesas encinas, que curiosamente tienen las hojas más próximas al suelo provistas de fuertes espinas, para evitar que los herbívoros las ramoneen, como veréis en la Naturaleza el que no corre vuela, no recuerdo muy bien si con machetes o con machotes, porque yo iba casi el último y como la fila era tan larga no alcanzaba a ver la cabeza de la expedición.
Ni de la abuela ni de Caperucita registramos indicio alguno y el paisaje que ante nosotros se iba descubriendo nos transportaba a un cierta ensoñación. Hay que reconocer que la magnífica mañana que disfrutamos, casi primaveral, ayudaba a ello. Empezaron a aparecer piedras de unos colores difíciles de describir y cuyas formas se iban haciendo cada vez más complejas de interpretar. Nada que recordase el Infierno descrito por Dante en La Divina Comedia. Todos los colores del mundo estaban allí. Bermellones, ocres en toda las tonalidades, almagre, albero, acompañados de los verdes posibles, y un aroma a tomillo que todo lo envolvía. Nada de olor a azufre como siempre me habían dicho. Era, como alguien dijo, el paraíso de un pintor. Ahora comprendo porqué según dicen muchos, el maestro ARRIBAS va a ir derechito al infierno. Confundidos por esa explosión de color y sin dejar de ver formas cada vez más increíbles en las piedras que nos rodeaban, prestas a satisfacer a la más prolífica imaginación, nos encontramos, cuando hicimos un alto, rodeados de altas paredes de piedra. Comenzamos a acariciar la piedra, a introducirnos en los múltiples huecos que el agua y el viento habían dejado en ellas, jugando como si estuviésemos en un jardín de infancia. Los fotógrafos que nos acompañaban en la expedición no sabían muy bien a qué atender, todo llamaba su atención. Esos colores, esas formas, los juegos de sombras y luces, el sol brillando en lo alto, ese cielo azul y un milano sobrevolándonos.
Me parece que vista la experiencia, va a resultar más entretenida la Lujuria que la Virtud. A ésta me la imagino ligada a un blanco puro, blanquísimo, resplandeciente, sin más; garantía de asepsia, de una limpieza infinita. La otra creo que va acompañada de un arco iris mayor que el que la lluvia nos muestra aquí en la Tierra; puede ser también una mujer de ojos oscuros y pelo negro y recogido en una larga y gruesa trenza que le cae a un lado de su cabeza, cubriendo parcialmente su hombro desnudo, preferiblemente el izquierdo, cuestión de manías. O de un adonis de ébano o marfil o de algún material más cálido, según los gustos y la imaginación de cada cual. O tal vez todo ello y mucho más a un mismo tiempo, según ocurrencias y deseos de cada uno. La Gloria, donde habita la Virtud, una sala fría, blanca y pura.
Acabada la visita a ese lugar mágico que el diablillo y la ninfa nos mostraron y después de almorzar, porque debéis saber que en esos parajes también se almuerza y además con mucho gusto y gana, comenzamos a recorrer el cauce de un río, el Arevalillo, aunque allí recibe otro nombre, particularmente entrañable para nosotros, los de Arévalo y alrededores. Mientras nos mostraban las huellas de los diferentes animales que pueblan esos parajes, las evidencias de lo que los jabalíes habían hozado, observando las señales del paso del lobo, viendo sus defecaciones, los restos de huesos de sus presas, reteniendo en nuestras retinas los colores que nunca antes habíamos visto con tanta profusión, las imposibles formas de las rocas que nos rodeaban, subiendo y bajando por las paredes de piedra que encerraban el paso del río, apenas un riachuelo, identificando huellas y vestigios, en definitiva aprendiendo a ser humanos. Fue cuando la ninfa me dio lo que entendí como un consejo: “Cuando salgo al campo, me obligo a mí misma, pero no a nadie, a recoger lo que tres personas hayan tirado”.
Pese a encontrarnos increíblemente cómodos, nos dijeron que no podíamos quedarnos en los Infiernos. No sé muy bien si nos faltaba maldad o que no había llegado nuestro momento. Todos salimos de allí, aunque bien es cierto que no todos de la misma forma, pues los más jóvenes lo hicimos reptando sobre nuestro vientre y los demás lo hicieron por la puerta grande. Nos despedimos del diablillo y de la ninfa hasta una próxima ocasión; sentí en mi cogote la mirada del lobo y aunque un escalofrío me recorrió la espalda, a partir de mañana cuando recite mis plegarias, pediré volver otra vez a los Infiernos.