miércoles, 28 de julio de 2010

PLAZA DE SAN PEDRO


Ya solamente quedan dos de aquel grupo que ocupaba los asientos de la solana en invierno. Han desaparecido lentamente. Por eso cuando ahora les veo no puedo evitar sentir tristeza. A continuación, los recuerdos de los ratos compartidos ocupan poco a poco mi mente y la nostalgia lo llena todo.
Recuerdo el invierno, esos ratos en los que el sol asomaba entre las grises nubes e invitaba a sentarse al resguardo del frío viento castellano, en el lugar sabiamente elegido por la experiencia, ellos se sentaban sobre las piedras, “cantones” se llamaban; tiempo después pusieron el banco. Cuando era más joven comencé a compartir mi tiempo con ellos. Siempre seguiré el consejo que me dieron: “Cuando vayas a un pueblo desconocido, me decían, fíjate dónde se sientan los viejos, encontrarás resguardo en invierno y frescura en verano”. Yo amparado por el ímpetu de mi juventud les porfiaba la necesidad de hacer cambios para mejorar y avanzar, y ellos con condescendencia me solían responder, “claro majete pero en otros asuntos”.
Ellos se sentaban al sol como si representaran un ritual. Iban acercándose con lentitud, se sentaban cada uno en su sitio, como si hubiesen sido asignados con antelación. Invariablemente respetaban su sitio, llegaba a permanecer vacío el del ausente ese día. Ninguno ocupaba el lugar vacante. Los temas de conversación surgían conforme se incorporaban a la tertulia. El paso de algún viandante también provocaba un giro en la conversación. Resultaba curioso observar cómo el tema tratado durante la permanencia del vecino, giraba radicalmente en cuanto se ausentaba.
Discutían de todo con vehemencia. Desde el tema más trascendental al más insignificante era tratado de igual forma. Cuando las posturas estaban más o menos claras moría la conversación hasta surgir un nuevo asunto. Nunca observé aspereza en el trato entre ellos, si acaso alguno, por su carácter, se enfurruñaba era cuestión de minutos que se le pasase. Existían temas a los que, un día sí y otro también, les dedicaban sus buenos minutos de charla, no importaba que lo hubieran hablado mil veces, ni que supieran de sobra lo que opinaba cada uno, volvían a tratar de ello como si de la primera vez se tratase, con igual ímpetu y ardor.
Llegado un momento, nunca aprendí el mecanismo, se levantaban lentamente y comenzaba su breve paseo hasta la explanada del castillo. No decían nada entre ellos. Sólo una mirada servía para indicar que había llegado el momento. Cada vez lo iniciaba uno diferente, no había reglas. Supongo que el primero que se levantaba era el que sentía primero la necesidad de estirar las piernas y entonces los demás por respeto le secundaban.
Resultaba curioso contemplar al grupo. Sus costumbres no eran tan viejas como podría parecer, pues todos ellos no se incorporaron a esa tertulia hasta que no alcanzaban la edad del retiro laboral. Pero en sus comportamientos parecía que hacía siglos que representaban esa función.
La mayoría de ellos trabajaron en el campo, conocieron la emigración, algunos durante más tiempo que otros. Alemania, Francia, Holanda o Suiza fueron sus destinos. Varios no aguantaron más que unos años de temporeros. Sacar remolacha, vendimiar o la albañilería sus trabajos. Los menos quedaron allí afincados durante la mayor parte de su vida. Al regresar casi todo les resultaba extraño pero lo callaban.
Hoy, al volver la esquina, siento que voy a encontrarme con todo el grupo. Pero sólo veo a los dos últimos. Continúan su charla sobre todo cuanto se les ocurre. Cuando alguno de nosotros, el resto de los vecinos, pasamos por allí, la conversación toma un nuevo rumbo; y estoy convencido de ello, cuando nos ausentamos tornará repentinamente a tratar lo que a ellos dos les interese.
Es imposible evitar recordar anécdotas con ellos vividas o por ellos contadas. Con alguna que otra mentira o exageración como a veces confesaban, pero que las hacían resultar más amenas y divertidas. Ellos me contaron lo de coger los polluelos de los nidos que había en el torreón del castillo, cuando estaba abandonado y ellos eran apenas unos chiquillos. Durante unos segundos pensé que me tomaban el pelo, pero inmediatamente vi que era totalmente en serio. Eran los años de hambre y miseria. Cogían al más menudo de todos y en un cesto le hacían descender por la pared del torreón semiderruido. Lo conseguido era compartido por todos. Me impresionaba ver al anciano que delante de mí asentía y reconocía haber sido el que iba en el cesto cuando era niño. Intentaba imaginar la escena, pero veía sus cuerpos y caras de ahora, las que tenía delante de mí cuando me lo contaban. Resultaba gracioso en medio del drama que les tocó vivir. Hoy se reían del hambre que pasaron de niños. Como decían con cierta frecuencia, cuando tenían hambre no tenían qué comer y ahora que tienen para comer no tienen hambre o no pueden comerlo, les faltan dientes y ganas y les sobran males. Paradojas de la vida.
Son de los últimos representantes de un Arévalo que desaparece. Son los que crecieron con el hambre en algunos casos y con la escasez en todos. Dejan el legado del Arévalo que hicieron y conocieron, ni mejor ni peor del que nos ha tocado a nosotros, pero sin duda completamente diferente.